Para Gabriel, Alba y Nuria
El nombre del libro no tiene importancia para este caso. Pero hacia la página ciento veinticinco me encontré con un relato de Sergio Pitol, descrito con elegante prosa, incluso con palabras cuya existencia casi había olvidado. Habla de un personaje extraviado en alguna ciudad donde la nieve es al parecer habitante permanente. Norman, Norman es el apelativo de tal hombre, su gracia, dicen por los rumbos de Ixhuatán.
El caso es que la revolución memoriosa provocada por un sujeto que conoció el lugar de nacencia del tal Norman, que le llevó a desgranar recuerdos perdidos en el largo túnel de los tiempos, por los pequeños rumbos de un lugar llamado Beaumont, me removió también rescoldos guardados en alguna circunvolución de mi bodega cerebral, una bodega que afortunadamente no ha sido clausurada por alguna runfla de mototaxistas redentores.
Eso, y los diecinueve años de ausencia recién cumplidos de mi hermano Jesús Urbieta, magnífico pintor, que me llevaron a escribir unas líneas, alguna anécdota de la no muy lejana infancia. Eso, y las letras de mi antigua vecina Gloria Matus (hermosa, alta, muy leída y escribida ella) con las cuales ayuntaba (adjuntaba) sus memorias a las mías.
Eso, digo, me condujo a empujar el carrito de mis recuerdos hacia la caja registradora de estas letras. Y he aquí lo que muestro para el cobro respectivo:
Guiadas por los frecuentes retratos de comida que publica mi amigo Turulo, aparecen las noches en que una mujer alta, de mirada más bien taciturna, voz un tanto grave, freía amablemente las garnachas, mientras contaba -con un sabor similar a lo cocinado- noticias recientes del vecindario y recibía a cambio la corresponsalía de Mamá Rosa, hoy con ochenta y seis años en su haber. Mella, Mella era el patronímico de la dueña aposentada en la cenaduría. Mella que ahora descansa en el jardín de sepulcros ubicado al final de la calle Efraín R. Gómez, vía que en su extremo poniente desemboca en el escuálido río de las nutrias. Vida y muerte, como quien dice.
A la vuelta del expendio platicado, con la casa de Moisés Caballero en calidad de guardia, está el tendal de la familia Ruiz (¿o Gallegos?), una plancha de concreto con unos doscientos metros cuadrados de superficie, en donde se tienden a orear quintales de café chiapaneco, lo mismo que toneladas de camarón traídos de los rumbos de Bernal, pueblito fundado por los juchitecos Terán, hombres bragados si los hay, bravos para los trabajos del campo y de la mar, aunque ciertamente un su nieto salió escribidor de versos.
En ese espacio de cemento se junta por las tardes a jugar futbol una docena de chiquillos comandados por Cirito, Aníbal y Mariano, en unas bregas terminadas frecuentemente por una torcedura, una uña dejada en las guarniciones de la sólida cancha o una pelota rompiendo la loza en casa de Na Teresa, vecina del estadio. Los partidos, por supuesto, se disputan a pie limpio.
Cuando la jornada va dejando atrás su claridad, las sombras tienden su manto sobre los patios de Nita Tolo, Basilia Vásquez, Na Ana, Na Casilda y demás vecinas, los niños se ciñen el cinturón de batalla, toman la pistola (un pedazo de palo, el escaso dinero familiar no alcanza para comprar un rifle o un revólver en las armerías del mercado), integran los grupos de vaqueros y se lanzan por media cuadra para trenzarse en una cruenta balacera, donde menudean las discusiones en torno a la gravedad de las heridas o si el balazo fue de mortal necesidad.
Hacia las ocho de la noche, Rosa, Eusebia, Siria, Natividad y Zenaida, salen a gritar los nombres de sus fieros críos, apenas unas horas antes afanosos deportistas. Las voces de las mujeres son tan recias que los perros del rumbo ripostan con lastimeros aullidos, los gatos bajan a tropezones de los tejados, los ratones huyen despavoridos a sus agujeros y los zanates despiertan sobresaltados de su soñolencia para emitir una tanda de graznidos, antes de caer nuevamente en el abismo de sus posibles sueños. La hora del café con pan ha llegado.
Olvidaba decir que por la tarde, las niñas, pocas por cierto, se entregan felices a los avatares de un juego llamado “piso”, que es como decimos en juchiteco el nombre del “avión” de otros rumbos. Cuando se terminan estas vueltas, se busca una pequeña lata de chiles jalapeños La cumbre, se la llena de piedritas, y comienzan las rondas del “botecito”, ahora con la participación de niños. Otras opciones pueden ser “dónde venden pan y vino”, los encantados, las escondidas o la chalupa (la lotería, pues).
Por la mañana, tras la salida de la escuela, y según la temporada, los varones apuestan al trompo, las canicas, el papalote. Para el caso del trompo, la pobreza obliga a juntarnos con Javier Escudero, ir al cercano monte y buscar un buen ejemplar de sabiguini (al saber cuál será el nombre de este arbolillo en español, hay necesidad de preguntarle a mi amigo Pichos, un doctor que mucho sabe de estas cosas).
El filoso machete hizo su tarea. Con un robusto tallo de un metro de largo, nos encaminamos –Javier y el de la voz- a casa del carpintero Baldo, quien luego de un minucioso trabajo ha torneado seis preciosos ejemplares, blancos, todavía con su fresco olor silvestre. Nos mira sonriente, alaba la derechura y la consistencia del sabiguini traído, palmea nuestros hombros y nos entrega cuatro piezas.
Caminamos con la mirada convencida de haber hecho un buen trato, enrumbamos los pasos hacia la techumbre donde fuellea agitado un abuelo de Benito Carreta, el herrero. Ahí ocurre otro intercambio comercial. El acalorado hombre corta cuatro pequeñas piezas de fierro, las coloca sobre brasas que derriten hasta el aire, martillea y a continuación ensarta una en cada juguete. Golpes finales y ya está.
Salimos del lugar por la puerta del día, alborozados, con una sonrisa tremenda por donde se pueden mirar dos ventanas dejadas por la caída de los dientes, llevando como trofeo de la jornada triunfal dos trompos, que también revientan de alegría.
Días de Juchitán. Los nombres del aire.
Santa María Xadani. Primer día de un abril que se anuncia caluroso en este dos mil dieciséis.