Cuando las almas de nuestros difuntos todavía estaban a las puertas de su hogar definitivo, de vuelta, luego de habernos visitado y de saciar nuestro recuerdo con el aroma de los tiempos idos; cuando la ofrenda colocada en suntuoso altar o en modesta mesa ya fue retirada porque el espíritu viajero aspiró el más alto jugo de las viandas; cuando el novenario de ta Tinu Dxole –viejo carretonero de la infancia- concluyó con la dolorosa ceremonia del adiós, mientras los hijos varones levantaban la multicolor alfombra florestal, la juncia aromática, la arena fresca en que reposaron los últimos humores de Faustino Ruiz, ta Tinu; al final o en algún momento de ese trance, uno o varios extraviados del averno segaron inmisericordes la vida de Chión, vecina de la calle Hidalgo.
Con los setenta y dos años de su vida núbil, vestida con sencillas ropas juchitecas y acompañada por unas canijas reumas que no la dejaban ni a sol ni a sombra, la hija de ta Yello iba todas las mañanas a mercar un delicioso jugo de maíz, a conversar para enterarse de los últimos acontecimientos, saludar a los vecinos, ayuntar sus penas con las del carretonero retirado que descansaba recalado en su banqueta todos los días.
Varias vueltas dio el calendario desde que Yello partió para siempre; Aurelio Gómez, el anciano cuya vida transcurrió al pie de un rústico telar, de donde salieron los primores para envolver la tortilla, los manteles (menudo, delgado, con los pies desnudos accionaba los pedales de la silvestre máquina, al tiempo que sus ágiles manos desplazaban la lanzadera de uno a otro confín y poco a poco la maravilla textil tomaba forma); Aurelio, que pasó sus últimos años recibiendo los cuidados de su hija, la que no conoció hombre y pasó este tiempo viviendo sola en la pequeña vivienda, herencia de su padre.
Chión era un alma de Dios. Por las tardes recibía visitas de amistades, compartía el fraterno calor de sus palabras sentada en el humilde pretil de la tejabana, mientras por la calle pasaba la vida. Muchas veces mi pequeña Nuria alzó la mano para decirle adiós y yo contagiado hacía lo propio. En el patio existió un robusto lambimbo, de refrescadora sombra; un rayo certero lo partió en dos, dejando el tronco herido por la quemazón fulminante.
Me cuentan que la víspera Chión acudió a ofrecer su apoyo a los deudos del vecino, permaneció en el rezo, acompañó con su timbre diáfano las letanías, el ora por nobis, el virgo veneranda. Bajo la luna de la medianoche las hijas de Faustino le pidieron fuera descansar. –Te avisaremos a la hora en que se vaya a levantar la cruz –le dijeron. Ella se resistió por un momento, mas enseguida aceptó. Su duda tal vez era creada por la sombra del infortunio próximo. No la molestaron. La ceremonia se realizó sin su presencia.
Con la flor de la mañana le fueron a dejar unos tamales para el desayuno. Al abrir la puerta, Laura, una nieta del finado vecino, descubrió el cuerpo tirado en el suelo, supuso que había sufrido un accidente. Quiso levantarla y percibió entonces los rastros de la sangre, salió corriendo para avisar a una su tía. Al regresar, se percataron de que la puerta había sido forzada, que a Chión la golpearon, que violentaron su cuerpo, con cuerpo y con cuchillo, que la mataron, hurgaron en el pobre ropero sin hallar nada de valor y se llevaron la televisión con la cual solazaba su tiempo de ocio.
El cuerpo sin vida tenía el rostro cubierto con una sábana ¿Había reconocido a sus victimarios? ¿eran de este rumbo de la tercera sección? ¿tenían que ver con el asesinato, en similares condiciones, de un anciano solterón, ocurrido tres meses antes?
Quién, quién no se tentó el corazón para hundir el puñal en la entraña virgen, para golpear con saña a quien no debía nada porque nada tenia, para arrancarla bestialmente de esta vida.
Hijos de fétida perra son. Hienas son. Animales del demonio, dejados de la mano de Dios.
Atentos hay que estar. Ojo avizor la autoridad. No vaya a tratarse de asesinos seriales que olieron ya la sangre y tienen el odio desatado.
Y a quien autorizó la publicación de la foto desnuda, con la sombra de la muerte horrenda ¿no le dolerá, al menos, la cabeza?
Ay, Chión, niña de setenta y dos años, descansa en el huerto de los pobres, reparte la riqueza de tu paso por la tierra. Amén.
Publicado en el Periódico ENLACE