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Thu, Apr

Taga’na’ : tocador furtivo de mujeres*

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Por el calor excesivo, durante las noches estivales en el pueblo del húmedo trópico, las familias acostumbran a dormir en los corredores que bordean el patio de sus casas, en camas de penca de palma, en catres con armazón de madera cubiertos de yute o lona, o en hamacas colgadas en los amplios corredores. Las mujeres suelen dormir con escasa ropa y sin taparse con nada.

 

Los patios de las casas generalmente están sin bardas ni cercas; muchos dan hacia la calle y otros colindan con terrenos baldíos, por los cuales se prolongaban en grandes extensiones que los jóvenes usaban como campos de béisbol y otros deportes. Habilitaban como bases los caparazones aplastados de armadillos, la piel disecada de otros animales o pedazos de llantas desechadas de automóviles. En otros patios había muchos árboles frutales, bajo cuyas sombras por la tarde se citaban las parejas de enamorados, para no ser vistas por sus padres o hermanos; aunque también eran utilizados por niños y niñas para jugar al escondite, en las noches de luna llena, con la más absoluta ingenuidad y sin malicia alguna.

En esta ambiente surgieron dos tipos de vivales: uno se robaba menajes de comida, trozos de leña para el fogón, gallinas, y linternas de petróleo (de las que colgaban en el quicio de la puerta de la casa principal) o, en casos extremos, hamacas: los que dormían amanecían en el suelo al día siguiente, con sorpresa y sin haber percibido el robo, pesado de su sueño.

El otro tipo era más atrevido, cínico y audaz: por las noches, se dedicaba a tocar suave y furtivamente el sexo de las señoras mientras dormían al lado del marido. A estos lagartones los llamaban taga’na’ palabra zapoteca: viene de ga’na’; mapache, animal de manos largas suaves y abiertas, y de ta: acción de tocar.

Muchas de la mujeres, en la profunda oscuridad de la noche, confundían al taga’na’ con su esposo y por eso se dejaban acariciar durante el sueño y se solazaban, al grado de ponerse proclives al gineceo con el intruso. Otras despertaban bruscamente, se levantaban y daban gritos pidiendo auxilio, con lo cual despertaban a la familia; en ese momento se escapaba el taga’na’ perseguido por los perros de la casa y los vecinos hasta que se perdía en la negrura de la noche.

Por lo general el taga’na’ venia de otro barrio o de los pueblos aledaños, aunque también, contadas ocasiones –siempre han ocurrido casos insólitos – era el mismo vecino quien cometía las fechorías. El taga’na’ era muy creyente y temeroso de Dios por lo que, antes de iniciar sus travesuras nocturnas, primero se encomendaba a San Vicente – Patrón del pueblo- y a la Santísima Virgen de la Candelaria, a sabiendas de que su incursión depredatoria era tan arriesgada y peligrosa, como muy placentera… para él.

Era relativamente fácil para el taga’na’ tocar a las mujeres en sus partes intimas por la inveterada costumbre que existía entre las señoras, para dormir de no usar ropa interior, sino una faldita corta y un huipil sencillo.

Se supo el caso, -corrió el rumor en el pueblo, como la hojarasca barrida y esparcida por el viento- de una señora a quien le gustaron los furgoneos y el trajín del taga’na’ sin que nadie de su familia se apercibiera. De esta manera se inició el amasiato de esta mujer con el atrevido, con quien después se puso de acuerdo para verse por las noches en un lugar fijo cercano a la finca, por lo general el baño de la propia casa que usualmente está ubicado en el extremo del patio, en un sitio siempre oscuro. Durante las noches subsiguientes la señora se marras, con el pretexto de ir al baño, se levantaba a la hora convenida (entre cuatro y cinco de la mañana) y se reunía con el taga’na’, regresando después de un rato a la cama, muy satisfecha, junto con su marido, sin que éste se percatara de la infidelidad de su mujercita santa, transcurriendo así la vida de esta pareja y su hogar.

La noticia de las incursiones dañinas del taga’na’ en los patios de las casas se extendió como reguero de pólvora en el pueblo; la gente empezó a inquietarse, a ponerse alerta, y con vigilancia permanente de los padres de familia y otros miembros del hogar. Así transcurría un largo tiempo hasta que se olvidaban de las fechorías del taga’na’ y, cuando ya todo el mundo olvidado los incidentes y estaba tranquilo, de repente el taga’na’ , volvía a cometer sus fechorías. Algunas ocasiones lo descubrían pero, para evitar el escándalo y proteger honra y dignidad de la familia, no se divulgaba la malandanza ni el nombre del malhechor, quedándose en secreto; solamente lo sabían la victima y sus deudos lo callaban.

Hubo varias taga’na’; uno se hizo famoso porque andando el tiempo llegó a casarse con su víctima, quien para el efecto dejó al marido e hijos. Otro se convirtió en sacristán de la iglesia principal con el propósito de expiar sus culpas y ganar indulgencias, pero un día se descuido el párroco de la iglesia y huyó con todas las limosnas de un mes y nunca se supo más de él. Otros, que habían sido identificados como tales, se fueron del pueblo jamás volvieron por temor a que los lincharan, al tiempo que las mujeres católicas del pueblo, las que nunca faltaron al rosario en las tardes, le sugirieron al presidente municipal que les cortaran las manos a los taga’na’ que fueran sorprendidos, medida que no pudo implantarse porque las mujeres tocadas protestaron, porque pensaban que con el muñón podrían volver a hollarlas con mayor peligrosidad. Así pasaban los meses y los días y la gente del pueblo continuaban viviendo con la incertidumbre y la zozobra, porque sabía que en cualquier momento podría reaparecer el taga’na’.

Y así fue como en una noche invernal con mucho calor –como lo son todas las del año en el trópico- el taga’na’ cometió un error fatal: en uno de los recorridos nocturnos, en lugar de tocar a la mujer, se confundió en la oscuridad y se topo con la daga del amor del marido, quien despertó enfurecido y, al darse cuenta en un santiamén de la situación -porque ya sospechaba la relación de su mujer con alguien del lugar-cogió el machete que tenia a lado de la cama y partió en dos pedazos al malhechor, dando como resultado que desde entonces se acabaron los bellacos.

Sin embargo, quedó en la memoria de la gente y en el ambiente pueblerino la conseja de las fechorías taganeras, al tiempo que tanto los jóvenes como los adultos del pueblo, en plan de guasa, castellanizaban el término taga’na’ por taganero (con sus diferentes matices), como sinónimos de hombre muy enamoradizo, es decir, un tenorio.

Las generaciones actuales usan la voz taganero para referirse a los jóvenes del lugar, a los citadinos y a los viejos rabos verdes que presumen de novieros y platican con muchos ademanes y, de vez en cuando, tocan con disimulo las manos, brazos y hombros de las mujeres para abrazarlas.

*Tomado del libro: “Reminiscencias de la tierra nativa”
Autor: Aurelio Gallegos Bartolo
Edición: Primera 2003 de la Fundación Todos por el Istmo, A.C.

 

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