XCV años de la presentación de su proyecto para la Fundación de la SEP. Por Juchitán llegué otra vez, aprovechando la ocasión, para instalar un club que cumplió entre los buenos. Aquello era meter discordia en los feudos mismos del Caudillo. Una mujer adinerada, comadre de Porfirio Díaz, era la cacique reconocida en aquella especie de matriarcado indígena. Anteriormente nadie se le enfrentaba. Me conquisté, sin embargo, a un tinterillo resuelto que asumió la representación maderista y más tarde fue diputado. Y, por supuesto, según acontece en la juventud, el propósito práctico, el negocio profesional y la acción política son otros tantos pretextos para gozar las oportunidades y las sorpresas del ambiente. Pocos se aventuraban por aquellas regiones mal afamadas por el vómito negro y el paludismo, incómodas hasta lo increíble, así se fuese bien provisto de dinero. Con todo, una vez acomodado a las circunstancias, descubría el viajero raros encantos, aparte de sensualidades violentas y exóticas.
En el entronque de Santa Lucrecia había un único hotelillo de chinos, al que se llegaba de noche. Lo común era encontrarlo lleno. —No hay cuarto solo — decía el camarero.
—Está bien — respondía la fatiga del solicitante—; deme una cama. —No hay más que media cama. Indignado salí pensando que sería fácil recostarme a la intemperie. No contaba con el "pinolillo", el jején y las serpientes, las garrapatas, los mosquitos. Pronto regresé temeroso de que ya ni la media cama estuviese disponible. El chino, indiferente, me dio lo que acababa de rehusarle. Un sujeto grueso, barbudo, envuelto en una sábana limpia, roncaba en un lado de una cama no muy ancha. Sin quitarme la ropa interior, me envolví también en otra sábana y me acosté con precaución.
El desconocido se volvió de espaldas; le di también la espalda y me empeñé en dormir. Al día siguiente la cuenta era alta. En los carros del ferrocarril los viajeros quejosos denunciaban que la demora en instalar un buen hotel era debida al precio excesivo que por simple arriendo exigían los administradores de las tierras del contorno, tituladas a favor de la esposa del Presidente Díaz…
Periódicamente veíamos los cambios ocupados con hileras de vagones de mercaderías del Asia que por allí tomaban el rumbo de Europa, antes de la apertura del Canal de Panamá. De una aldea de pescadores, Salina Cruz había saltado a la categoría de gran puerto mundial. Todo se había improvisado en cuanto a urbanización, pero las obras de ingeniería del puerto eran espléndidas.
Un rompeolas en muralla y grúas como catedrales, calles nuevas de casas de madera recién pintadas, albergaban una multitud de todas las latitudes del planeta.
En los restaurantes y cantinas, en mesillas al borde de la acera, se bebía a toda hora cerveza de Monterrey o de Alemania. Brisas marinas del atardecer disipaban el calor del día. Entre los bebedores había quien se ufanaba de completar la docena de bocks; nunca faltaba quien invitase la ronda. El derroche del dinero provocaba locas apetencias sensuales. Había de todo para comer; desde las uvas de Málaga y las manzanas de California hasta los más exquisitos frutos del trópico: mangos y chicozapotes, piñas y mameyes. A los guisos criollos de lechón en salsa y pavo en mole se añadían las latas de Burdeos, atunes y espárragos, los pimientos de España.
La ruleta, el contrabando, el comercio, improvisaban fortunas que en seguida corrían deshechas en champaña; todo el que algo tenía lo gastaba sin preocupación, seguro de que el día siguiente sería mejor. ¿Pues no estaba en sus comienzos la prosperidad de aquella ruta donde convergía el tráfico del mundo? Las conversaciones de aquellos piratas en fiesta versaban sobre el monto y manera de las ganancias. Los nuevos ricos se dedicaban a la especulación; los pequeños propietarios de la víspera habían visto centuplicado el valor de sus tierras vendiéndolas o arrendándolas al extranjero, y todo el mundo se divertía sudando.
Ninguna apetencia de la carne quedaba insatisfecha. Concesionarios chinos explotaban la pareja siamesa del vicio: el amor y el azar. Ruletas y juegos dudosos chupaban el oro de los incautos y en salas de baile anexas podía escoger la lujuria, desde la rubia canadiense hasta la negra antillana con todas las gradaciones de la piel, la edad y el gusto. Y entre la clientela ingleses y mexicanos, yanquis y españoles, italianos y japoneses, alemanes, chilenos, canacos, de todo vaciaban los trasatlánticos y veleros y todo lo acarreaba el ferrocarril para llenar otras calas desde el Pacífico hasta el Golfo de México.
Por aquel año de 1909, al lado de tal anticipación de Panamá, Tehuantepec conservaba su carácter autóctono, más bien criollo. A un lado, sobre la vía del ferrocarril de Chiapas, Juchitán se conservaba colonial, con exótico atractivo que no tiene par en todo el planeta.
Uno de los agentes de nuestro Banco para los negocios de tierras de la región era juchiteco nativo, pero de origen europeo. El nombre de su familia, muy influyente en la localidad, denunciaba la procedencia francesa. Tanto él como sus primas tenían la piel tostada y los ojos azules. A las mujeres la cruza indígena les dejaba el porte de estatuas en acción un poco lánguida. No hay entre los mestizos de América tipos esculturalmente más hermosos y sensuales. El juchiteco descendiente de franceses hablaba español, inglés y zapoteca. Su amistad me abrió puertas comúnmente cerradas al forastero, así sea mexicano, que para el caso era igual casi a un yanqui, pues las mujeres solían hablar únicamente el idioma de la región. Se celebraban unas fiestas llamadas Velas, especie de carnaval de aguardientes y danzas en vísperas de alguna fiesta religiosa. Ataviadas con telas rojas y amarillas, con tocas blancas, estrechas de hombros y de cintura, amplias de caderas, duros y punteados los senos y negros ojos, aquellas mujeres tienen algo de la India sensual, pero sin la religiosidad. Su baile, la zandunga, es hoy popular, pero había que oírlas en aquellas orquestas acompañadas de clarines marciales, bajo el tejado de palma en la noche estrellada y ardiente.
Espectáculo deslumbrante es también el del mercado en las horas tempranas; por ejemplo, en el pueblo de Tepelpan, inmediato a Juchitán. Oro encendido es el arenal en que se asientan casas en rosa o verde claro; pilastras con tejaván abrigan los puestos de frutas y de legumbres Mujeres morenas, desnudos los brazos redondos, adornadas de collares de monedas de oro y blusas azules o anaranjadas, bromean y trafican con voces de cristal y miradas de llama. Sopla brisa sobre el campo desierto y amarillo. De una casa con techo de paja salen dos mujeres, ondulando las caderas, desnudo el ombligo, tenso el corpiño por la erección de los pezones y erguida la cabeza que sostiene el gran cesto redondo de mercaderías. Van a la plaza. Caminan sobre la arena dorada con pies limpios, ligeros y desnudos. En sus desnudas pantorrillas hay la consistencia de la palma real. Y en sus labios la frescura opalina del agua de coco tierno…