Fue un día de primavera en la montaña de Guié Ngola, parte de la sierra atravesada entre la planicie del Istmo de Tehuantepec, se escuchaba a lo lejos el canto de las chirimías, lo cenzontles y los pájaros carpinteros; un caudaloso río recorría las faldas de aquella imponente montaña y una variedad de animales componían la fauna silvestre exuberante y extraordinaria de aquel mágico lugar.
Pero en aquel hermoso paraíso había sucedido algo que estaba a punto de romper con la tranquilidad y la armonía. Hacía varias noches que un viento frío rondaba aquel lugar y gruesos nubarrones cubrían el cielo. Durante dos noches la lechuza, ave de mal agüero entre los zapotecas, había entonado su canto fúnebre sobre el hoyo de su madriguera y lo inevitable sucedió, pues el anciano mayor entre los animales, el armadillo, en lengua zapoteca conocido como Ta Ngupi, cansado por el paso del tiempo había espirado su último aliento esa madrugada. Con el presentimiento de que su muerte estaba cerca, Ta Ngupi había recorrido toda la noche la inmensidad de la montaña, como quien dice “había recogido sus pasos” y así se despidió físicamente para siempre de aquello que hasta entonces había sido su hogar.
Fue Ta Lexu, el conejo, quien descubrió lo sucedido. Justo antes del alba vio bajar a Ta Ngupi de una ladera de la montaña, se acercó para hablarle pero una nube de polvo, brillante como luciérnaga, lo envolvía amortajando su duro corazón.
Ta Lexu se sintió triste, su amigo Ta Ngupi había crecido con él, juntos habían encontrado en aquella región todo cuanto para su vida ocupasen y también resistieron con valentía los cambios que la naturaleza, con sus constantes renovaciones provocó en aquel lugar.
Una lágrima humedeció el único ojo que le quedaba, pues el otro, una piedra sin rumbo se la había sacado desde que él era apenas un pequeño.
Fue hasta cuando el sol despertaba que Ta Lexu salió a darles aviso a todos los amigos del difunto. De pronto todos empezaron a reunirse con una profunda tristeza reflejada en el rostro, el deceso del amigo les recordaba el inexorable fin de la vida.
Cuando el sol partía en dos el cenit todos los ancianos estaban ya reunidos: La ardilla, el venado, el lobo, el tlacuache, el mono, la serpiente, el sapo, el zorrillo, el zopilote, la tortuga, el zanate, el gato montés y la iguana, todos ellos pertenecían -con el difunto- al consejo de ancianos que se reunía para comentar sobre las reglas que debían seguir para mantener la armonía y la paz, procurando siempre solucionar los problemas de una manera justa, buscando la verdad de las cosas, características propias de quien tiene la experiencia en el contar de sus años y el respaldo de sus actos.
Así que muy a su pesar, se prepararon para hacer el funeral de Ta Ngupi, sacaron el cuerpo de la madriguera, se dividieron las actividades: a Na Chisa, la ardilla, le correspondió vestir al difunto, en un tiempo habían vivido juntos pero la cotidianidad hizo que terminaran separándose, aún así se tenían un gran aprecio, o tal vez amor, así que no tuvo reparo alguno en untarle aceite de nueces, que hizo brillar el caparazón más de lo usual; mientras el gato montés, el venado y el zorrillo, le amarraron con hoja de plátano las manos y las patas, formando un moño, para que después, a la hora del entierro, ya hubieran quedado unidas en el pecho del amortajado. Cuando ese requisito acabó fue su entrañable amigo, Ta Lexu, quien lo metió a su caja, misma que un pájaro carpintero había fabricado para él.
El atardecer estaba en su esplendor cuando la procesión inició, todos cabizbajos y pesarosos, pensando en que algún día también recorrerían el mismo triste camino de la muerte. El zopilote guiaba el cortejo fúnebre, mientras, al fondo, un trío de alcaravanes tocaban la sandunga.
Na Chisa sollozó y recordó que una vez Ta Ngupi le dijo: “cuando yo muera, quiero en vez de dos cirios me alumbren tus ojos”. Hoy era el día, ya no pudo decirle cuánto lo amaba y todo lo que había aprendido a su lado, cuánto extrañaba su forma sabia de solucionar las cosas, ahora mismo estaba ahí como si un dardo venenoso hubiese tocado su corazón, adormecida con el olor del gu’xhubido’, el incienso que limpia y purifica el aire para despedir al difunto, guiándolo al más allá.
Cada uno de los consejeros se acercó a la caja para despedir a Ta Ngupi, diciendo unas palabras para bendecidlo y además llevar los mensajes para otros que se habían adelantado, pidiendo el consuelo de quienes se quedaban y sufrirían la pena de la ausencia.
El sol se había pintado de rojo quemado, el cielo tenía una vista despejada y una fuerte llovizna se dejó sentir. De pronto una quietud se apoderó de todo, la lluvia cesó y un aire lúgubre envolvió el lugar, había llegado la hora de sepultarlo.
Nuevamente los alcaravanes entonaron una canción, La última palabra, misma que resonó por todo lo alto de Guié Ngola, poco a poco el ataúd fue descendiendo a la fosa que la iguana, la culebra y la tortuga cavaron con gran tristeza para su amigo. Fueron el lobo y el gato montés quienes cubrieron el ataúd con tierra fresca.
Regresaron nuevamente a su vida habitual, ahora sabían de antemano que vendría lo más difícil: la obligación de olvidarlo. Tal vez la muerte les había arrancado al amigo, al hermano, pero estaban seguros de que en el último umbral de la vida, ahí donde la indolencia es sublime, estaría Ta Ngupi esperándoles con una sonrisa y los brazos abiertos para vivir plenamente en la vida eterna.
Un enorme arco iris se dejó ver en el cielo azul, la firme señal de la abundancia que desde lo alto Ta Ngupi envió, agradecido por el digno funeral que había recibido.
(Este relato ocupó el primer lugar en el concurso de cuento organizado por la Escuela Normal Superior del Istmo de Tehuantepec en el año 2005. La autora era alumna del octavo semestre de Español.)