Esa misma noche comenzaron a aparecer por toda la casa, como si Mauricio Babilonia hubiera llegado por él, pero no era así. ¿De dónde salieron esas mariposas? Nadie pudo saberlo, ni siquiera mi hermana. Fueron apareciendo al mismo tiempo que mi papá murió. El negocio familiar iba a pasar por nosotros en algún momento, eso lo sabíamos, mi papá siempre nos dijo que lo único seguro que tenemos es la muerte y que lo mejor era adorar el intervalo entre ella y el nacimiento, esa cosa llamada vida. Nosotros nos dedicamos a los servicios funerarios y nunca vimos nada semejante.
Mi hermana parecía no darse cuenta de ellas y es que ella no se dio cuenta de nada, atendió el sepelio de papá como si fuera cualquier otro. Siempre se inicia con un saludo y se procede a preguntar en qué se le puede apoyar. Fue lo primero que me dijo en cuanto me aparecí en su cuarto para darle la noticia: “¿en qué te puedo apoyar?”. Yo pensé que estaba bromeando, pero cómo iba a bromear con una situación así. Decidimos seguirle la corriente porque pensamos que se trataba de algún estado de shock pasajero y que pronto reaccionaría y soltaría el llanto como hicimos todos apenas nos enteramos.
De la nada, las mariposas comenzaron a seguirla por todos lados, si ella iba a la funeraria, ahí iban las mariposas; si iba al anfiteatro, iban ellas. Cuando nos entregó el cuerpo, las mariposas ascendieron en número y se posaban encima de ella como formando una enrome aureola. Primero fueron cinco, revoloteando detrás suyo, luego fueron más de diez.
“Yo sé que no puedes decir nada en este momento, lo entiendo, pero necesito que me ayudes a saber qué quieres, ¿quieres las velas encendidas toda la noche?” Le preguntó a mi mamá como a cualquier cliente. Mi mamá sólo supo responder que mi papá una vez le dijo que no quería ningún rezo, que mientras estuviéramos todas juntas y mi hermana preparara su cuerpo era suficiente. Así lo hizo, mi hermana preparó su cuerpo como si se tratara de un cuerpo ajeno, cada vez que tomaba alguna herramienta, un puñado de mariposas aparecía de la nada y se sumaba al montoncito que revoloteaba a su alrededor. Pronto la cubrirían toda.
Para la mañana, las mariposas la habían cubierto hasta la cintura y sólo dejaban ver sus ojos oscuros y silenciosos mientras ella recorría toda la casa como buscando algo, quizás a mi papá. La gente que llegó al velorio y al sepelio no preguntó nada. Alguno que otro intentó espantar las mariposas con agua, pero volvían al poco rato. No había remedio. Una mujer atinó a decir “seguro es su papá intentando hacerla llorar”. Tal vez lo era, a papá le gustaban mucho las mariposas, era el gusto en común que tenían los dos. “Mariposas amarillas, Mauricio Babilonia”, canturreaban apenas veían pasar una mariposa frente a ellos.
Mamá y yo hablamos con ella varias veces para tratar de despertarla del trance en el que estaba -de verdad parecía una sonámbula-, pero fue en vano: “Hermana, llora, papá seguro se está desgañitando con tantas mariposas. Tienes que llorarle”. No parecía escuchar nada, ¿tanto aleteo la habría dejado sorda? En vano el te de azahar para la buena muerte, en vano la curandera que conseguimos para santiguarla y hacerla llorar, en vano la banda que apenas comenzó a tocar nos hizo llorar a todos, menos a ella.
El entierro comenzó a las cuatro de la tarde. Las mariposas nos impidieron vestirla o abrazarla, apenas si pudimos tomarla de la mano para comenzar el cortejo fúnebre. Fue un largo camino y el séquito de mariposas nos acompañó todo el tiempo. Cuando hicimos parada en la funeraria para que papá se despidiera del negocio que amó, mi hermana estuvo a punto de entrar para volver a trabajar: “son las cuatro, ya casi termina mi turno”, dijo y encaminó sus pasos hacia la funeraria. No nos costó regresarla, su cuerpo era liviano y no ponía ninguna resistencia hacia otros cuerpos, sólo caminaba y balbuceaba un par de oraciones.
Me quedé con ella al llegar al panteón. Bajaron el ataúd de la carroza y seguimos el camino hacia la tumba que le esperaba a papá. Mi mamá le habló entre sollozos para despedirlo y comenzaron a martillar el ataúd para el entierro. Con el primer golpe, las mariposas comenzaron a alborotarse, iban y volvían golpe tras golpe. Lo mismo con los palazos de tierra que los panteoneros arrojaban. ¡Tras! las mariposas huían de a poco ¡Tras! las mariposas se alborotaban en el aire. Cada vez eran menos y cada vez revoloteaban con más fuerza. Algo parecía anunciar una tormenta con tanto revoloteo, pronto todos se fueron yendo. Aquello parecía un enjambre. Un último palazo y descubrieron por completo a mi hermana, así como aparecieron, se fueron, de golpe, como los truenos. Mi hermana abrió los ojos como si hubiera despertado de un mal sueño. Miró la tumba, me miró. De pronto, se derribó en mis brazos, soltó el cuerpo y, al fin, echó a llorar.