A Nelson Guerra y mi hermano Sandino
Venían nuevos en un color azulado y terminaban amarillentos al pasar los años, Por qué los llamaban Duramil lo descubríamos al paso del tiempo, las mejores sandalias que podías tener en la infancia.
“A precio de pobres” decían los vendedores a las afueras del mercado grande de Juchitán "Llévala doñita, en que número las buscaba" mi madre me tomó de la mano para acercarme al señor, “Es como del numero 21, éstas le van a durar mil años ya verá.
Y no es que me opusiera a la compra, sucede que me acostumbré a estar descalzo toda mi vida, pero la idea de tener aquellas chanclas era increíble, ese olor a nuevo valía la pena, y unirse al grupo (selecto) de la cuadra que los portaba aun más. También debieron llamarse mil usos; eran los mejores guantes de portero que habían, los postes en las porterías, aun así, estaba comprobada su resistencia corrías a levantarlas cuando se veía venir un carro.
Eran también los mejores proyectiles para bajar almendras, tamarindos, guayabas, ciruelos y mangos, entre otra docena de cosas que podían hacer. En temporadas de lluvia, los viejos no me dejaban salir descalzo, “Bicaa jñee’ ca xquelaguidilu’ ná, pacaa ziuulu’ xindxa” (ponte las chanclas o tendrás fiebre) de vez en cuando me desnudaba los pies y sentía la tierra mojada, mientras respiraba ese olor exquisito que aún hoy me encanta.
Las Duramil era buenas flotando, perfectas embarcaciones en los ríos de la calle donde el agua llegaba más arriba de las rodillas, ahí en la esquina de Melchor Ocampo y Constitución, a uno que otro infortunado la corriente se llevaba su navío "Yecaani ra guiigu' yanna" (ve por él al río ahora) decíamos entre bromas sin pensar que llegando a casa, la tunda sería con la chancla que le quedaba. Cuando llegábamos a casa sin el par completo, al mirarnos los pies descalzos el corazón nos latía desesperado al darnos cuenta de ello, e imaginábamos la desdicha y la paliza que nos esperaba, corríamos a su búsqueda, siempre las encontrábamos colocada una a un lado de la otra, bajo el árbol, en la tortillería, en la tienda, en las maquinitas o donde sea que las hubiéramos olvidado.
Días de escuela con lluvia significaba llevar las Duramil, eras “puto” si sostenías un paraguas camino a la primaria, una bolsa cortada formando un gorro era lo ideal, las chanclas eran el complemento perfecto, podías atravesar calles y charcos donde fuera, además que andabas descalzo en el salón con el pretexto que había que secarlos afuera, sin importar cuantos pares habían ahí afuera siempre sabias cuales eran las tuyas.
En aquellos días los maestros suspendían antes la jornada escolar para volver a casa temprano y no enfermarnos, pero siempre algo impedía esta hazaña, los partidos de beisbol en campos húmedos eran la gloria, las Duramil eran el home play, dibujabas las entradas en la tierra y te podías barrer a placer en cualquier base, sabías que alguna vecina chismosa te delataría con mamá “Rarica’ nuu xiiñilu’ canatubi lu beñe” (Allá vi a tu hijo embarrándose en el lodo) O el anuncio en las bocinas parlantes de “Chadú y Ta’ Piper” “Guira’ ca binni ni napa xiiñi’ ra lidxi guendarusiidi’ Justo Sierra, runi cayaba nisaguié di’ la, ma’ careecabe, la chiguicaa ca xcuidi xtitu nagasi” (A todas las personas que tengan hijos en la escuela primaria Justo Sierra, por la lluvia las clases se suspenden en estos momentos, favor de ir por ellos), entonces corrías a casa, entrabas como si nada pero las Duramil te delataban, al parecer tacos de fútbol por el sonido que hacían cuando las piedras se atoraban en los orificios de la suela.
Siempre me acostumbré a andar descalzo y así sentir la tierra en mis pies, fue por eso que una tarde no recordé donde descansaban, quizá alguien las tomó como suyas, quizá la lluvia o el encanto del juego de pelota se los llevó, quizá reposa entre las ramas de algún árbol, no lo sé, de lo que estoy seguro es que donde quiera que se encuentren, los días y los años esperan para que les cuente nuevas aventuras.