Había una hora en el barrio, todavía lo saben, hora cuyo recuerdo aún resuena en el alma de los fanáticos. Y esta hora enmudecida por la sorda creencia de la salvación encerraba a la ciudad en un marco de silencio. Nadie que no fuera espectro o habitante del misterio, podía pasear allí su vanidad en aquel espacio del tiempo; porque la piadosa idea del milagro y de la fe crucificaba la libertad de los hombres. Y no eran hombres los varones sino mansos corderos recogidos en las casas.
A esa hora siniestra, sólo el sueño saliendo de la vida se unía con lo incierto y se iba por las calles, donde la luz de los focos era inútil reflejo de los caminos humanos. Las palabras atrio y espanto, caían repetidas, noches a noches, en las charlas y los chismes vecindarios: y lástima, porque hasta la niñez sufría el color amarillo y hueco del medio ante tan fríos relatos… en el atrio de la Iglesia espantaban…
Cuentan que su larga figura de monje derramaba fama por las cuatro esquinas del templo, y cuando las doce campanadas salían de la mitad de la noche, el barrio entero era apenas un signo de temor, entonces la fe del espanto patrimonio legal de la conquista tocaba las almas como con el guante de la condecoración; de aquí que el hombre reducido a un ansia menos, recogiera sus andanzas en el regazo cotidiano, aun embargado de un sentimiento profundo de religiosidad.
Pero ya sobre las cabezas de las gentes, los astros que guían la noche, que en estos cielos lo son Venus y la Luna llena, frente a Santa María Réhu, el templo nadie pasaba. ¿Y quién podría justificar lo contrario? La visión era real, tan cierta casi palpable que las rondas de las secciones hubieron que suspender sus servicios; pues en la puerta del atrio era el lugar de las reuniones para prestarla vigilancia nocturna.
Los casos concretos daban a la aparición aumentando su volumen con la fantasía histórica de los débiles… entre tantos que se privaron y enfermaron, alguien hubo como siempre de morir de espanto, de aquel mal de ultratumba, no era para menos,; las viejitas en el arte de curar el miedo atinaban en casa caso, “Guihbi guéhtu”, mal del espanto causado por una visión, decían al tocar al pulso del transparente sujeto. Como era natural, el terror crecía derramándose de corazón en corazón y cuanto más se derramaba igualaba el infinito.
Del relato de los asustados, dueños del pábulo que contagiaba el medio, sabían todos que el fantasma era una mujer de estatura alta; vestía un hábito negro; enrollado en su cintura un grueso cordón blanco que caía hasta los pies, pero una toca más blanca todavía, desteñía la desconcertante palidez, el claro de su faz amarillenta, más aún sus pies invisibles no llegaban al suelo. Al margen de tan extraños sucesos, la visión encadenó a sus plantas las noches necrológicas de noviembre y diciembre, sin que un solo hombre o ser hubiera de estropear la frialdad de su reinado nocturno.
Así se disolvían las uves de los atros y de la luna en un silencio irrespirable, hasta que una de tantas, el dos de enero, en que Selene con luz propia desnudaba la oscuridad, con esa blancura penetrante que parece abrir las calles y las cosas, al agrado detentar a la erótica pasión de los románticos del barrio; Próculo, Saúl Chapa y Beto josco, amigos en el concepto cabal de amistad, jóvenes que abrazando su guitarra para hacer más inmensa tal vez la expresión de su canto, iban de una ventana en otra dejando como el río sus rondas la voz de su corazón.
La soledad tendida sobre el barrio arrastraba sin quebrando la voz de los cantores. En tanto que la luna limpiaba la noche, recogiendo iba de un balcón a otro el calor de los suspiros. Y otra vez en el templo, doce horas que corrían del campanario y se abrían abrazando todo el universo hasta vaciar con el eco la sonora oscuridad.
Aquellas horas que partían dejaban apretado el corazón y Josco en tono decidido dijo a sus dos noctámbulos amigos: “Después de esta canción iremos a la Iglesia”, los otros aprobaron lo propuesto porque el valor de los hombres en tales casos lo tiene el alcohol revuelto y arrebatado, en tanto que el miedo quedaba atrás como esperando para huir.
Echaron un volado para ver quién le hablaría al muerto, le tocó la suerte a Beto.
Quince minutos sobre el tiempo cuando cerca del atrio el temor alzaba su muro ante los vigilantes. La noche estaba en vela, parecía sola, fría, helada de miedo, temblorosa y blanca; pero el ímpetu de la juventud se empino erguida; tornóse grande, tan grande como para derribar aquel misterio y, frente a frente hasta donde la voz es clara estaban del fantasma.
La visión allí enmudecía en su lugar, inmóvil, tenía el sentido de todos los espantos, muy rígida como de huésped desconocido como un mensaje del más allá, movía ni un centímetro el pliegue de su tocado; más en el afán de la sinrazón de ser hombre quitapenas, con el codo junto a sus colegas, tras el perfil de un revólver, Beto Josco lanzaba al espectro esta pregunta: “¿Por parte de Dios, unih tu lìh? (por parte de Dios di quién eres). La voz de ultratumba parecía enterrada y el silencio del fantasma en aquella soledad aumentaba el vacío y el pavor.
“¿Pa gadi ucabuh súteh líh?, (si no contestas te haré morir).
A la tercera pregunta sin respuesta, una detonación de rayó el espacio, repitiéndose el eco en el hueco del silencio. Tras el surco de luz que llevaba el estallido, una temblorosa voz de mujer decía: “Nahá Timia Tarco nahá, gadi che gúhti tu nahá. Caguishe ti donda roo udishe tata cura naha”. (Yo soy Timia Tarco, no me vayan amatar. Estoy pagando una penitencia grande que me impuso el padre cura…)
Hubo de obligar a la penitente inmisericorde a que avanzara, que se bajara la helada toca, y ante el asombre de aquel trio, ahora ya no de apuestos cantantes de ventanas enramadas, sino de fantásticos nigromantes, capaces de pactar con el mismo diablo, quienes en efecto la reconocieron como la misma vecina Doña Eutimia, de quien ignoraban su obsesión de penar en vida a guisa de penitencia, ataviada con la propia mortaja que ya había confeccionado previamente, para cuando llegara la muerte.
Llevaron a la anciana a su casa distante al costado oriente de las Iglesia; nada más que al día siguiente, cuando el horizonte levantaba el sol, entre los primero suspiros del terral, mezclados con la púrpura luminosa del nuevo día, triste, muy triste la leyenda iba deshijando la sonrisa en de cada boca.
*Tomado del libro: ¡Ay nana! de Mario Mecott