En el año de 1964, llegó a Chihuitán una persona de condición humilde. Decía ser oriundo de Celaya, Guanajuato.
Nunca antes había pisado estas tierras. Supo de ellas por un sueño que tuvo cuando sufría una severa enfermedad. Afirma entonces haber tenido la visita de un Cristo Negro y que éste le dijo:
-Si crees en mí, yo te voy a curar, pero después tendrás que visitar mi templo; cuando llegues a Oaxaca, yo mismo te voy a guiar.
El creyente, del que nunca se supo su nombre, tomó con fe las divinas palabras y, al cabo de un tiempo, recobró su salud y se dispuso a cumplir su promesa.
Comenzó su peregrinar con escaso dinero. Como pudo, viajó a la ciudad de México y de allí, en “aventones”, llegó a la ciudad de Oaxaca. En el trayecto iba pensando:
“¿Cómo le voy hacer para llegar al lugar sagrado?”
Decía que lo primero que se le ocurrió, fue preguntar por un lugar donde festejaran a un Cristo de color negro. Así lo hizo con varias personas, hasta que encontró a una señora quien le sugirió que viajara a la región del Istmo de Tehuantepec y que allí buscara un lugar con el nombre de Chihuitán. “Porque yo –le dijo- fui una vez al templo de ese lugar y ahí hay un Santo Cristo al que le dicen Señor de Chihuitán, a quien festejan el Cuarto Viernes de Cuaresma. Como pudo, continuó su viaje y llegó a la mañana siguiente:
Preguntó en una de las tiendas del lugar, la hora en que abrían la iglesia. La dueña del negocio le contestó que más tarde, pero la curiosidad de ésta obligó a sacarle plática al creyente, quien, humildemente, respondía a cada pregunta que la señora le hacía, al tiempo que desayunaba café, pan y otros alimentos que generosamente le habían ofrecido.
Después la “viuda Quili”, que así le decían a la dueña del negocio, a través de otra persona, envió un recado al presidente municipal: “que, por favor, diera la orden al sacristán para que abriera la iglesia y así el peregrino entrara a pagar su promesa”.
Dada la importancia del suceso, se tocaron las campanas con sonido de alerta. Se conglomeró una buena cantidad de personas, quienes al estar reunidos en el atrio, el noble visitante les explicó:
-He venido a pagar una promesa por el milagro que me hizo su Cristo. Por favor, quiero que me acompañen porque lo voy a hacer hincado desde el panteón hasta el altar, donde dicen, está mi protector.
Cuando la gente escuchó esto, se dijeron “quedito” llenos de sorpresa:
-¡Cómo!¡Si el panteón esta lejísimos!¡Quién sabe si aguante!
Al iniciar su recorrido por el panteón, ya mucha gente lo acompañaba, pues se corrió la voz de inmediato entre los habitantes del pueblo, quienes, unos por devoción y otros por curiosidad, hacían acto de presencia.
Todos se adelantaban para acomodarle cojines, cobijas, toallas, o lo que traían, para hacerle menos pesado el calvario.
Por aquellos años, ninguna calle lucía pavimentada, y así, entre tierra y piedras, continuó su recorrido.
Pasó por el camino real a Laollaga y dio vuelta en la esquina de la avenida Juárez con Cinco de Mayo, para luego doblar por la avenida Hidalgo hasta llegar al pórtico del lado sur, lugar donde se encontraba la entrada principal del templo.
Cuando, por fin, pasa por los pasillos que conducían al altar mayor, la travesía tuvo tintes de dramatismo. Sin ocultar su dolor, y con lágrimas en los ojos, al igual que las personas que lo acompañaban, levantó la mirada y al ver al “Señor de Chihuitán”, exclamó lleno de emoción:
-¡Es ÉL!, ¡es Él!
Agotado por el cansancio, se desplomó por un momento. Al recuperarse, dio gracias a los feligreses que lo acompañaron.
Con la dolencia que sentía todavía por el esfuerzo realizado, se regresó el mismo día por la tarde. Los habitantes le dieron un poco de dinero y se quedó muy grabado en nuestra memoria el mensaje de amor y fe, que nos dio aquel peregrino.
Sí, un creyente que vino de tierras lejanas, a las que muchos, por aquella época, ni siquiera sabíamos dónde quedaban.
*Tomado del libro: Relatos y Retratos
Autor: René Rueda Ruiz
Primera Edición 2014