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Tue, Apr

La ranciedad amorosa de Escolástico

Istmo
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Esa mañana el sol apenas despuntaba. Escolástico Fuentes Bravo estaba sentado cerca del rio por donde serpenteaba con calma las aguas cristalinas del guigu bicunisa. Sus cabellos estaban encanecidos. Comenzaba a encorvarse, arrastraba la soledad, le pesaba tanto, que a veces parecía que en cualquier momento se derrumbaría. El sabor a fierro entre la boca, su mirada se iba por la sombra de los árboles, en una brusca ojeada que penetraba sin consideración el follaje de los Huanacastles.

Desde hacía tiempo, cuando en su cuerpo comenzaba a dibujarse la geografía seca de la edad anidada en los años que se habían ido y, el corazón se le apagaba en el pecho desesperado, comentó sobre Justina Benavides Orozco. Escolástico me hablo del intento de confesarle sus amores a ella, que tenía ya un resultado anticipado, el rechazo de Justina. De acuerdo a sus cálculos amorosos, aunque en el corazón le serpenteaba una pequeña esperanza de salir airoso en esa decisión, aplazada indefinidamente desde tiempo atrás. En su senil recuerdo existía aquella mañana de domingo, cuando Justina contrajo nupcias y en el revoloteo, el corazón de Escolástico, se perdió por los caminos de la vida, nunca dejo de admirarla a pesar de esa circunstancia tan definida.

Cuando Escolástico comenzó a relatar esa historia, una ansiedad pude observar en su cuello, mientras tomaba aquel café amargo en pequeños sorbos, en esa mañana caliente, que se enfriaba con la brisa del rio, inundada de plantas por toda la orilla. El verdor se podía ver y sentir.

En medio de esa somnolencia de su edad, comenzó a contarme la historia, que se había enraizado en su memoria, no sé desde cuánto tiempo, pero que, en esa mañana de mayo, según él, cuando los pájaros columpiaban sobre los árboles y brotaba desde el fondo de su corazón la esperanza. Un corazón amarrado, que se negaba abrirse. Entre el sol tibio se fue desgajándose la brecha de los recuerdos, que fueron saliendo de manera atropellada, entre hojas por donde el dique de su historia fluyó a raudales insolentes, sin que nadie lo detuviera.

Justina siempre había mantenido esa sonrisa de cristal, que, a Escolástico cautivo desde la primera vez. La blancura de sus dientes semejaba garzas en vuelo que lo hacían imaginar alas fantásticas, que solo él podía entender y ver. Un cabello irreverente siempre desafiando el viento que, por estos rumbos, tienen una cotidiana existencia.

Le habló a Justina cuando su vida llegaba a los sesenta años, en ese momento – me dijo Escolástico –; ya no tenía la intención de enamorarse, aunque siempre la había visto, desde que ella tenía escasamente dieciséis o diecisiete años. Despuntaba en la vida como una flor, donde se podía mirar lo soberbio de sus senos jóvenes que hacían un equilibrio perfecto con la estreches de su cintura, que se convertía en un hondo suspiro de cantos de cenzontle. Esa mañana de agosto termino con sus miedos y se atrevió a hablarle. La sangre se agolpo en su cabeza como una marea, que él no detuvo, contrario a sus miedos, permitió correr en libertad absoluta.

Según Escolástico, era una mañana seca, de hojas sueltas cuando ocurrió el atrevimiento de su mayor hazaña amorosa, nunca había tenido tanto miedo para expresar su sentimiento, como cuando vio a lo lejos a Justina, enmarcada entre colores brillantes y fosforescentes, caminado a media calle, por espacio de unos segundos, desecho los demonios de la inseguridad y mencionó el nombre de Justina, que, según su recuerdo, se fue volando entre los cerros hasta meterse y confundirse entre los loros que se alborotaron al escucharlo.

Cuando pronunció ese nombre se le seco la garganta, aseguraba Escolástico, que la resequedad recorrió de extremo a extremo todo su cuerpo, que hasta el alma se le agrieto y su voz salió entre cortada, era tan grande su angustia, que las manos le temblaban, dibujando perfectamente su esqueleto y su denudes el temblor, esa imagen era clara que no supo distinguir entre el sueño y la realidad.

Escolástico de un solo golpe soltó las frases reprimidas por muchos años, al soltar las riendas de las palabras, éstas salieron rápidas y se veía torpe, tartamudo, tuvo que aguardar un momento para tranquilizar su respiración. El sudor, repentinamente le llego sin cesar, cubriendo de extremo a extremo la longitud total de su humanidad.

Justina ignoraba el martirio angustiante de Escolástico para hablarle, cuando le contesto. En el momento que escucho su nombre, y sus labios se abrieron para permitir que se asomara su sonrisa blanca, llena de expectativa, hizo que la cabeza de Escolástico se llenase de mariposas e ideas. La esperanza se le adueño en un instante, sus fuerzas se convirtieron en titánica proeza, que no volvió en todo lo que de vida le quedo. Los ojos de Escolástico se abrieron tanto al mirarla respondiendo, que parecían dos globos apretujados en la órbita ocular de su mirada, así miro por varios días, hasta que la realidad lo llevó a la tierra bendita de Juchitán, donde los escombros de las casas tiradas por un terremoto aun poblaban las calles de la ciudad.

Él dormía bajo un sauce llorón que se encontraba justo en una esquina donde mataba el rio el silencio y lo arrullaba con su melodioso canto interminable. Revoloteando su pensamiento fantásticas imágenes con las que aprendió a vivir para siempre.

Desde ese día, sus conversaciones se convirtieron en oraciones religiosas, ambos esperaban ansiosos, cada tarde que pasaba, como una cadena de flores blancas, engarzadas en la imaginación permanente del amor perpetuo.

Había entre ellos una diferencia de edades, a Escolástico le angustiaba el tiempo, los minutos y las horas que tenían para amarse, él nunca había pensado tanto en el tiempo, como en ese momento, cuando entre la piel se le escapaba a una velocidad increíble la vida, a parvada de palomas sueltas.

Me contó que una mañana de vientos, se fueron juntos como hojas sueltas por los caminos a Xadani, hasta llegar al mar, donde la plenitud del océano los atrapó con sus brazos infinitos, metiéndolos entre las olas y la arena, estrujando sus corazones, tibios y rebeldes entre el brillo del sol, que caía directo sobre sus poros, que se abrían para permitirse respirase ambos, sus aromas de animal en celo.

Dieron comienzo con una guerra de besos, rodaron por la arena hasta bañarse de conchas y sal. El sudor de sus cuerpos se desbocó hasta mezclarse en un solo aceite que extraía el amor de sus carnes, Escolástico, tomó la crin de su amada y en un salvaje galopar le entrego su amor detenido tanto tiempo. No hubo palabras, solo el viento que les atravesaba como hilos sonoros pronunciando sus nombres, entre la oquedad de los árboles de huizache que por esos rumbos abundan. Sus sexos se derritieron como hierros en fragua.

Justina escucho el aullar de Escolástico en plena metamorfosis de animal salvaje, en un instante de locura en el plenilunio amoroso. El nombre de Justina voló como un alcaraván por toda la playa, llevaba entre alas el sabor de Escolástico en una canción de caricias, que no volvieron a escuchar, con esas mismas notas.

Ese relato, me fue narrando por Escolástico, cuando nos sentábamos, en aquella piedra de rio, fumando los cigarrillos de hojas que siempre le llevaba, por largas horas, mientras él, se sobaba las canillas que el reumatismo acribillaba a dolores diarios y se acentuaban con la frescura de rio.

En una fiesta de flores, Justina se atrevió a contarle a Escolástico. Él porque se había casado y le dio las razones de esa boda efímera. En ese entonces a pesar de la edad, ambos lucían la gallardía de su estirpe que no hubo diferencia.

Fue un amor furtivo, que la sociedad no permitía, aunque supieron sortear los caminos entrampados de un amor de aquella magnitud, que al parecer no se volvió a vivir en Juchitán.

Ya entrado los años, que circundaban los noventa Escolástico, añoraba la vida, su juventud que se había ido entre sombras y caminos, entre vinos y mujeres, que se llevaron su fuerza, pero nunca la esencia de su ser y su amor, eso sin buscarlo y pretenderlo, se lo había entregado a Justina, sin que ella lo supiera, fue una espera sin compromiso, que se había dado por azares del destino, de esas casualidades que no se entienden pero que ocurren.

Me hablo de Justina, como se habla de los recuerdos que se enraízan en la memoria en los lugares menos esperados. Había momentos que sus palabras eran tan vivas que mis ojos las veía con una claridad tangible, que hasta puedo decir, que llegue a escuchar la respiración de ambos, aferrados en un abrazo que los fundía en una sola braza, que iluminaba las noches de sus recuerdos, cuando me platicaba de ella.

Escolástico murió de viejo, entre recuerdos, que su memoria ocultó celosamente, durante mucho tiempo, solo conmigo tuvo la fuerza de contarme esa historia, amorosa que había vivido.

Mientras que de Justina pude verla sentada bajo un frondoso mango que resguardaba sus años de vida, nuca me atreví a preguntarle sobre la existencia de Escolástico, pero siempre le escuche tararear aquella canción que solo ella conocía su nombre y a quien se lo dedico de manera permanente. No recuerdo si murió o continua viva, solo sé que su historia se cuenta como la aventura más grande de amor, que se haya registrado en aquel pueblo zapoteca.

 

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