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Fri, Apr

Al escuchar “Dios nunca muere” todos corríamos a prepararnos para ir al cine. Era la música de fondo para el comienzo. Se vivía una especie de fiebre de la diversión en pantalla grande en Tequisistlán. La generación del sesenta y setenta, disfrutamos bonitas filmaciones que pasaba el cine Tequisistlán fundado en el año 1960.

Más o menos veintiún mil cartones de cerveza, de una marca, se consumen en la semana principal de las fiestas juchitecas, me confió un amigo hace poco. De algún modo, que no quise averiguar, obtuvo el dato. Y le creí. Por varios años intenté obtener la cifra, pero siempre se me respondía que esa numeralia era asunto confidencial de la empresa. Ahora, por fin aparecía el peine.

Los que fuimos una vez niños de la escuela primaria, en este caso cuando estudiamos en La escuela Juchitán, habiendo iniciado La Primaria en la escuela Cheguigo. Y caminamos la calle Belisario Domínguez- ésa que pasa frente a la iglesia Sn Vicente-; desde La Pista de La Vela Agosto, en la mera esquina el restaurante La Oaxaqueña, más adelante la casa de don Herón N. Ríos--donde está hoy el DIF municipal--, arriba de las puertas protegidas con marcos en herrería. Se hallaban 4 cuadros de madera rotuladas, de fondo negro y con letras blancas que anunciaban los nombres de las 4 hijas de don Herón y de doña Nicandra Pineda: Nereida, Alfa, Lucelia, Ilma Pineda Ríos, enfermeras y parteras egresadas de La UNAM.

Introducción: En 1993, ante la urgente necesidad de procrear al segundo de nuestros hijos, que, por circunstancias especiales, mi esposa Lina López Morales no había podido concebir después de siete años de nacida Coyolicaltzin, nuestra hija, la fama de doña Hilaria Sosa tocó nuestros oídos: Que ella poseía el don de los secretos de la medicina tradicional de los zapotecas tehuanos. Que ya se contaban por cientos las parejas que le debían la felicidad, por la fecundación que su té y la destreza con que sus manos habían hecho, al tallar y sobar caderas, cintura, abdomen y vientres de sus pacientes, a las que les devolvió su fertilidad.

Los nativos del istmo de Tehuantepec no tienen, como los otros pueblos aborígenes de la República, un gran desprecio por la vida. Al contrario la aman y la apellidan dulce. Aman la vida, pero no les importa estar ya muertos. Y es que estos hombres se someten, sin posición, a la voluntad de los dioses, como los griegos con quienes sin insistir me place compararlos; saben que llegada la hora – núhna – nadie puede cambiar el curso del acontecer.

La historia del puente Tequisistlán se empezó a escribir en 1941. Más de tres cuartos de siglos duro este coloso. Para tener una idea era 10 años más viejo que la empresa de mármol y vio nacer 15 años después a la presa Benito Juárez.

Una lluvia incansable intenta borrar todo vestigio de la vorágine apenas pasada. Se escurre por las paredes del Salón na Reyna, de la Octava sección, y mira atónita a quienes lucen felices, danzando bajo la techumbre, con la garganta henchida de entusiasmo, en plena “lavada de ollas” de la última vela juchiteca, la Vela Cheguigo, la que remata a toda hasta la semana intensa de las fiestas titulares de este mundo y aparte que es Juchitán.

 

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