Alimentos básicos en la alimentación de los oaxaqueños han sufrido un incremento de hasta 200%
Juchitán de Zaragoza, Oax.- La base de la alimentación juchiteca recibió una estocada en el corazón. Los productos más consumidos en la región aún no bajan de precio a 10 días del terremoto de 8.2 grados que desgajó el istmo de Tehuantepec, Chiapas y Tabasco.
Mariana, una mujer juchiteca, sale al mercado desde las ocho de la mañana o lo que queda de él, porque el ayuntamiento instaló a los vendedores en el parque principal de la ciudad. Y allí el reclamo es el mismo en cada puesto, “¡¿Por qué todo está tan caro?!”.
Para la comunidad comer tortillas, totopos, frijoles, queso y huevo es esencial, pero por ahora todo eso escasea. “Mucha gente no tiene para comer otra cosa que arroz, frijoles y huevo con chile molido”, relata Mariana.
Y es que de las 300 tortillerías que despachaban en Juchitán antes del terremoto, ahora sólo dan servicio 15, que son las que quedaron en pie. Pero la tortilla subió un 68 por ciento de su precio original, de 17 pesos que costaba, ahora se ofrece a 25 pesos por kilo, en todos los negocios; sólo una tienda comercial se da el kilo en 9 pesos.
El cono de 24 huevos se cotiza en 100 pesos, antes del temblor este producto rondaba los 35 o 40 pesos.
En Juchitán los salarios son bajos. Un buen día de trabajo se ganan 800 pesos, mil en situaciones extraordinarias. Pero la gente se dedica al comercio, las ganancias son irregulares y claro, no existe un promedio real”, dice Ángel, que es un mototaxista.
Como en cualquier otro pueblo istmeño, los hombres trabajan de madrugada, son agricultores, ganaderos o pescadores. Por la mañana, los hombres llegan y cuidan a los niños, las mujeres hacen totopos o cortan la carne que van a vender al mercado.
Por eso dicen que las mujeres tehuanas mantenemos a nuestros maridos, pero en los matrimonios aportamos igual y por eso se siente la pérdida de los hornos para el totopo o la memela de olla, porque es un ingreso para las familias”, agrega Mariana, molesta por los precios y el regateo con las marchantas.
El agua embotellada superó cualquier incremento. Un garrafón de 20 litros de 30 pesos promedio, se ofrece hasta los 80 pesos. Y las botellas de litro y medio de 11 o 12 pesos cuestan 25 pesos en tiendas de barrio.
Se ha vuelto charla común el aumento de precios y no hay autoridad que los regule, a pesar de que la Procuraduría Federal del Consumidor (PROFECO), aseguró, en un comunicado, que hacían un operativo para impedir los abusos.
Por la calle cinco de mayo, Lucero Gurrión para a platicar con su madre, Carmen. El tema de conversación es el mismo, en la zona comercial “se están aprovechando de la necesidad y de la situación (…) no todos, pero la mayoría lo hacen”.
Una bolsa con 250 gramos de queso fresco está en 50 pesos, antes del temblor costaba 20. Una bolsa con queso seco con kilo y medio a 150, hasta la mañana del siete de septiembre costaba 80 pesos. La carne de pollo cuesta 60 pesos el kilo, el precio mínimo encontrado en el mercado es de 44 o 43 pesos.
Una explicación probable es que muchos negocios o talleres se cayeron. Las actividades se suspendieron, solo la carne y las tortillas trabajan con normalidad, ¡pero que no abusen!”, manotea en el aire Lucero con sus delgadas y pecosas manos.
A pesar de la contingencia se encuentra carne de iguana, armadillo y huevos de tortuga (a un peso y cincuenta centavos); acá las autoridades ambientales prefieren no meterse con los vendedores aunque sepan que esto dañe a la reproducción de las especies.
En el mercado juchiteco llama la atención que sólo hay un puesto de pescado, muy pobre en su surtido pero de ofrecer el kilo de robalo a 15 pesos, como ejemplo, ahora se vende en 45 pesos. “Es que casi no hay producción pue’”, se justifica el vendedor.
El eco que se tragó el mar
La pesca está suspendida, el terremoto también derrumbó la actividad primaria. Playa Vicente, a la orilla del municipio juchiteco, está vacía. La psicosis por la alerta de tsunami y la invasión del mar a la comunidad, traumó a los pescadores.
Se ven palapas de palma derrumbadas. Nadie se quiere meter ni acercarse al mar, todos piensan que en cualquier momento vendrá con toda su furia y reclamará terreno.
Jesús Hernández Regalado consigue 26 kilos de pescado en su primer día de trabajo, después del terremoto. El mes de septiembre era la temporada alta y llegaban a obtener entre 60 y 70 kilos de bagre, mojarra, urbina, pargo, robalo o pez mapache.
Los pescadores oaxaqueños son hombres de la noche. Tienden sus redes sobre las cinco, seis o siete de la tarde, según la temporada. Las atarrayas están tendidas y regresan por ellas en la noche, si no hubo caza, vuelven a tenderla hasta que se consiga producto. Su iluminación es la luna y algunas pequeñas lámparas que sirven hasta que les entra agua de la laguna.
Sobre el horizonte de la costa se levanta varios cerros, en algunos se ven comunidades, otros solo muestra la vegetación local. Frente a los cerros se ve la destrucción de la comunidad.
Este año empezaba a comenzar la producción buena. Estuvimos dos años sin apoyo, con una sequía enorme, sin lluvia. La lluvia ayuda a que el mar y el río se reproduzcan. El día del terremoto yo estaba en el agua”, dice Jesús que jala las riendas de su lancha blanca, no sin antes realizar un ritual para meterse al mar y persignarse mil veces encomendándose a “nuestro señor Jesucristo, amén”.
El hombre de 60 años, pero con tan pocas canas como para disimular su edad, enciende su motor y comienza a recordar. “Estábamos estivando la red para tenderla en otro lugar. Ese terremoto se sintió grande, como si un gigante hubiese manoteado en la tierra”.
Era un eco que venía de la ciudad, un eco que se tragó el mar. Se escuchó como cuando pasa el tren cerca di uno, a toda velocidad. ¡Pran, pran, pran, pran! Y después vino un silencio, un silencio que se convirtió en un zumbido ensordecedor”, Jesús ya no encontraba ademanes ni palabras. Guardó silencio unos minutos.
El fenómeno de la triboluminiscencia, cuando la tierra genera electricidad después de un temblor, él lo explica “como una exhalación de la tierra y el cielo se puso de colores rojo, azul, amarillo. Y esos colores se fueron lejos, allá por Salina Cruz”.
Los ayudantes de Jesús ya no quieren recordar ese día. “Muchos se fueron a otras ciudades con sus familias o a rentar otra casa por miedo a que el mar se los lleve”.
La vocación del pescador es “para toda la vida”, asegura no sabe hacer otra cosa y se moriría de hambre y tristeza si comienza una nueva vida.
Con los pies como soporte, unos pies de dedos gruesos y cenicientos por la resequedad, el pescador levanta su ancla y regresa a la tierra para descansar.
Cuando los cerros gritaban
Una casa quedó debilitada de sus cimientos. La arena y el temblor hicieron que se canteara para la izquierda, al grado que el agua de lluvia de la mañana escurre de un solo lado. Es la casa de Alejandro Vázquez Luis, otro pescador que ofrecía en su patio mojarra frita y pescado asado.
Su familia y él se fueron en dos horas de la casa que tardó en construir cinco años. Durante dos noches durmieron en la entrada del pueblo, lograron rentar una casa que pagarán con “cualquier cosa menos con la pesca”.
Yo no me voy a meter al mar. No sé cómo le vamos a hacer para levantarnos pero mis planes este año no son hacerme a la pesca. Mis hijas van a vender tlayudas y yo refrescos”, dice Alejandro.
Meterse a la laguna, o “Mar Muerto” como le llaman los locales, es sinónimo de miedo. Los trabajadores están traumados con el terremoto y el mar de fondo.
En la noche nos dimos cuenta que el agua se metió al pueblo cuando las olas golpeaban en las lanchas. Mis hijas estaban durmiendo y la casa tronaba, los cerros hacían ruido. Era cuando los cerros gritaban, era un alarido de terror”, recuerda Alejandro.
El agua en Playa Vicente entró 20 metros en la zona de costa. El agua aún da hasta los tobillos y no hay manera de regresarla a su cauce.
Todo está detenido en Playa Vicente, hasta los “ventiladores” del campo eólico. Las familias viven de sus reservas y esperan a que llegue el ejército para que les reparta unas despensas.
No sabemos qué haremos como comunidad de pescadores. Se nos tiene que quitar el miedo y regresar al mar para trabajar. Porque el hambre es canija, pero más el que se la aguanta”, dice el jefe de familia mientras atiende a su esposa Piedad que es diabética y está ciega del ojo derecho.
La cadena comercial en Juchitán está rota. Las actividades de producción como la pesca y la ganadería son irregulares. La venta y la manufactura están descontroladas, los precios no son regulados por la Procuraduría Federal del Consumidor y los comerciantes se escudan en que “todo se ha encarecido”.
Los servicios en el municipio quedaron dañados. El ejemplo es el de la hotelería, de 25 hoteles y moteles que existían, cinco se derrumbaron. Diez quedaron con daños que los hacen inoperantes; otros seis suspendieron sus labores para revisar los daños estructurales y repararlos. El resto ha subido sus precios hasta en un 50 por ciento, aunque aseguran realizan descuentos a personas foráneas que se identifican como funcionarios o periodistas que cubren la zona.
Todas las mañanas las mujeres van a estirar el dinero, pelean con las vendedoras que son sus amigas, vecinas o familiares. Van los matrimonios que están resguardados en casa y esperan reiniciar su actividad, todos cuestionan el “por qué tan enojados los precios”.
El istmo levanta su patrimonio, hasta ahora se ignora la cadena comercial. Las familias están preocupadas por hacer rendir el dinero que antes del terremoto alcanzaba poco, con los precios elevados, rendirá menos.
Con información de eje central