Juchitán, Oaxaca.- El centro de Juchitán amaneció florecido. Toneladas de flores inundan la plaza principal y un gentío busca entre la oferta los colores y los aromas que habrá de mercar para llevarse al panteón, para ir a visitar a quienes se nos adelantaron en el camino sin regreso. Hoy es Domingo de ramos, tiempo de estar en el panteón del mismo nombre para entregarle afecto a los difuntos queridos.
Pero la celebración comenzó hace una semana, cuando los varones fueron a acicalar las tumbas, pequeñas casas de reposo para los idos. Si el muerto tiene ya varios años de haber partido, una construcción en forma guarda los restos, con una cruz de madera que señala el nombre del pariente y podemos leer: Gonzalo Amarante, Aristeo Santiago o Gudelia Pineda.
Mas si la inocente paloma de Castilla tiene menos de un año de haber dejado este valle zapoteco de música y llanto, se le prepara entonces una enramada, ya con carrizo fresco, ya con verde palma y un apisonado con arena recién llegada del río. Se barren los caminos, se deshierban las veredas de medio metro de ancho que hay entre las ringleras de sepulturas, se instala el cableado para iluminar una velada que durará toda la noche.
Ahora las señoras compran los racimos de rosas y azucenas, las jícaras de guie’ xhuuba’ –el jazmincillo del Istmo-, las ensartas de cacalosúchil. En casa se corta el tulipán, el cordoncillo y la bugambilia, se organiza la ida matutina para dejar la multicolor ofrenda en un cementerio donde caminan afanosas las mujeres, deteniéndose de cuando en cuando frente al sepulcro de un pariente, donde se les escucha decir “ay, mamá, estas son las flores que pude traerte, perdona la pobreza”; “hijo, cuándo me llevará el Señor para estar contigo, no me hallo desde que nos dejaste”.
Entre tanto, intrépidos chiquillos acarrean el agua para vender a cinco pesos la cubeta, para humedecer las flores, llenar los jarrones, lavar el piso, refrescar la arena.
Por la tarde, con la luz crepuscular comienza la romería a dirigir sus pasos hacia el panteón, el innúmero gentío ingresa por todos lados; viene del barrio Lima, de la brava Séptima sección, del barrio de los alfareros, de los coheteros y los huaracheros; trae sillas, linternas, sápidos tamales de iguana y una sed interminable que ha de paliarse con pilas y pilas de cerveza en lata.
Camina la familia entre los estrechos pasillos para llegar a instalarse en la tumba del difunto amado, empieza la verbena, un mundo en ebullición se instala en la incipiente noche, mientras por los techos la chamacada emprende funámbula correría.
Por la entrada y en el andador principal se alinean puestos con variada mercadería. Por aquí, Fina Vallista anuncia las crujientes, doradas y dulces regañadas; enseguida, Adelaida Bizu muestra en sus palanganas los dulces de ciruelo, camote, chilacayote y limón; junto a ella, un hombrón moreno de un metro ochenta de estatura, larga cabellera y finos modales, vende torrejas, dulce de plátano y coco, al tiempo que menea cadenciosamente un trapo para alejar moscas y mirones que no compran.
Horchata, empanadas, garnachas y tlayudas llenan de gozo el corazón, y los pulmones se inundan con un mundo de aromas, en un lugar donde los muertos se llenan de vida.
Hacia las ocho la música se instala en pleno, Carlos Robles y su banda le meten aliento a los sones de la región, entonan La sandunga, La petenera y La martiniana. El trío Xhavizende incendia los recuerdos con canciones zapotecas y las composiciones del Chuy Rasgado, mientras allá, al fondo de una noche que el viento refresca, un mariachi se rasga el pecho cantando Mujeres divinas, Bohemio de afición y Secreto de amor.
Aprovechando que todo mundo se halla en el barullo de la celebración, los amorosos buscan algún recodo oscuro para saciar las ansias de la carne, y no importa que el ayuntamiento no sea precisamente entre varón y hembra.
A las puertas de la Semana santa los juchitecos y las juchitecas revientan de zapotequidad, conviven con sus muertos en una visita que ya estos pagarán en la conmemoración de Todos los santos, cuando la ofrenda se haga en el altar de la casa.
Pero hoy la noche se cubre de llanto y música; de memoria en pesadumbre y felices carcajadas, de un soplo vital renovado cada año; de mujeres que visten sus largas enaguas y bordados huipiles, de hombres que caminan junto a ellas, orgullosos; de niños que sin apenas saberlo aprenden las maneras antiguas; de palabras que el visitante no entiende pero que son el baúl más entrañable de la gente nube, los binnizá.
Cuando las horas de la madrugada comienzan a contarse, la familia levanta los pertrechos, se sacude el polvo, se persigna, recoge la foto del pariente y emprende el camino de regreso a casa. Otra vez el tumulto se agolpa en la salida.
Contaba el poeta costarricense Alfredo Cardona Peña de una ocasión en que visitó estas tierras de San Vicente Ferrer y María santísima. La memoria dice que aquella fue la primera llegada del escritor a la festividad profana, visitó amigos y luego se instaló en la banca de una de las taberneras, robustas matronas expendedoras de cerveza; bebió incansable, con tenacidad digna de mejor causa, durante toda la noche. El amanecer lo sorprendió tirado en una banqueta, llevaba anudada al cuello una cinta de tela púrpura, “medida” que le llaman, sobre ella tenía una leyenda que decía “Santa cruz del Domingo de ramos”.