Manuel el fuereño le llamaban a este señor. Era un hombre bastante trabajador; por la mañana lo podías ver zurciendo los pocos zapatos que por entonces se usaban en el pueblo. Ah, qué fina era su labor, hacía de esas puntadas que les llamaban invisibles; el calzado quedaba como nuevo después que era atendido por las manos del fuereño. Al atardecer podías darte cuenta de que ya había comenzado a trabajar de nuevo pues por toda la ciudad se dejaban escuchar los gritos desamparados de marranos y marranas que eran curados por el hombre. Sí, así es; capaba cerdos y a las hembras les quitaba la matriz para que ya no se cargaran, así podían cebarse unos animalones que eran la delicia en la mesa: costilla o tasajo horneado en rústico plato de barro, con dos chiles jalapeños al lado; guisado de puerco en salsa roja, espesa; o, ya de perdida, puerco en salsa de miltomate. Ahí también se podía ver la maestría de este personaje, alto, fornido, de cabello claro, como claro era también el color de su piel. Si el tiempo le alcanzaba, si tenías paciencia para esperar turno, también podía aplicarte inyecciones. Si te digo que era trabajador. Cuando le conocí ya estaba algo viejón, tal vez de sesenta años de edad.
Por acá se cuenta una historia que algo tiene que ver con él. Dicen que en una ocasión compró una puerca, de esas finas que engordan bonito. Le daba su maíz, su aguademasa, los sobrantes de la comida, incluso suero de leche, el residuo de la hechura del queso, que le regalaba don Alberto Velásquez, su vecino, quien por cierto tenía un caballo precioso, un alazán tostado, que hasta morado se miraba con los rayos del sol. Con el paso de las semanas la lechoncita agarró buen tamaño y como que ya empezaba a bramear, ya paraba la cola para dejar salir sus olores de calentura, por eso, el viejo optó por meterle cuchillo. Le extrajo la matriz para poder engordarla sin contratiempo.
Pero los marranos juchitecos son atrabancados, siempre le buscan por dónde. Así fue que en una de las escapadas de la cuche se le montó un marranón negro, con tanto gusto que la dejó preñada. Pero Manuel no quiso creer que aquello fuera posible, además, no se veía panza alguna en el animal. Pasó el tiempo. Cuando el veterinario práctico quiso afanarla, la maneó en medio de un chilladero bárbaro, pero en eso, de pronto, por entre sus patas comenzaron a salir, uno por uno, seis marranitos. Saltar y correr fue sólo uno. No los pudieron agarrar. Se perdieron, nada más el color les vieron. No quedó más remedio que abandonar la tarea del sacrificio. Por curiosidad, Manuel se asomó al lugar donde se hace hembra el animal, se dio cuenta que le había faltado una puntada cuando le hizo la operación, por eso se preñó la condenada marrana.
No tardó mucho en comenzar a decir la gente acerca de un nagual que se aparecía por los rumbos del panteón viejo. Era una de las crías fugadas que le prestaba su cuerpo a una mujer avecindada en el Callejón del Encanto; bonita la paisana, según cuentan; con magníficas caderas y unos ojazos del color de la cereza silvestre en su punto más maduro, negros como el tizne del carbón salido del mezquite. Del
mismo tono era su larga cabellera. Quienes la conocieron cuentan de un aroma delicioso untado a la melena, era el perfume del chintul.
A la medianoche, Tina Mou –que tal es su gracia- sale a hurtadillas de su casa, desnuda, una pelambre exuberante hace monte en su vientre, agarra una carrera de muy padre y señor mío, se revuelca entre bufidos. Poco a poco aquel pelaje le va cubriendo el cuerpo, mientras ella cambia de formas. En menos que lo cuento, Tina Mou adquiere volúmenes de marrana. Echa a correr por todo el callejón, toma por la calle Constitución, da vuelta por Allende y otra vez dobla para meterse por la vereda donde tiene su cantina Chanoc, un buen hombre que alguna vez fue pescador. Por esa zona se inquieta el cerderío, los perros ladran como locos, los gatos erizan su vellón, los zanates despiertan para graznar de manera incansable y un loro que tiene Chanoc, enjaulado bajo un ciruelo, se pone a gritar ¡nahual!, ¡nahual! Así toda la noche. Cuando la oscuridad empieza a disminuir, Tina emprende el regreso, con paso cansino, a ratos trotando.
A fuerza de tanta escandalera, bajo la presión de las señoras que no quieren ver a los hijos pequeños chupados por la aparición, varios hombres se organizan para dar alcance y fin a aquellas correrías. Se ponen de acuerdo. A la hora sabida, se arrejuntan para ver el espectáculo de la desnudez femenina. La lubricia da paso luego a un escalofrío ligero al ver la transformación, los pelos inundando el cuerpo moreno, el tropel de la marrana. Agárrenla, agárrenla, se escucha el vocerío. Hui Valdivieso intenta echarle un pial, pero yerra la lanzada. Más allá surgen las pedradas. Un hombre –Víctor Terán mentado- lleno de arrojo, logra acompasar su carrera con el animal, le da alcance, levanta su brazo derecho de donde refulge un machete, viaja rápido el acero, mas la marrana logra esquivar el tajo, el filo corta el aire, sin embargo es meramente un planazo el que restalla en el lomo del animal. Llevado por el envión del machetazo Terán cae rodando por el suelo ante la risotada de los demás. La puerca escapa. El desánimo se instala en los hombres. Aunque uno de ellos queda picado por el aguijón de la revancha.
Es sábado. A punto está de asomar el domingo. Terán da un trago al mezcal que le acompaña, soba esperanzado una reata bendecida por el padre Pancho, aguarda. Lleva nuevamente la botella a la boca para otro buchecito, en eso muestra su figura la marrana, viene encarrerada echando espumarajos por el pestilente hocico. Se nota que ha ido a una fiesta, pues aún trae confeti por el erizado lomo. La luna es un brillante plato redondo, ilumina resplandeciente la alta hora nocturna. Nahual, nahual, grita el loro de Chanoc. El vigía se incorpora con ademanes firmes, toma la cuerda, la enarbola haciéndola girar, tal si fuera una bandera en la ceremonia del 15 de septiembre. En el momento justo lanza el mecate, con tan buena puntería que el pescuezo de la marrana queda apersogado. Ahí mismo, junto a un horcón, Terán le pone nudos a la gimiente cuche.
Pasada una hora, la transformación opera su retorno, desaparecen las patas, se miran las extremidades humanas. Una voz lastimera pide conmiseración. -Déjame ir, malo; si me lo permites, hoy por la tarde te espero en mi casa para que hagas conmigo lo que quieras, para que te revuelques conmigo, porque sé que tú eres
cochino con las mujeres, ingrato. Mas Víctor permanece impávido. Al contrario, la amenaza: -apenas salga el sol, voy a traer al padre Pancho, te vamos a rociar con agua bendita para que se te quite lo pendeja, mira que andar asustando a la gente, desgraciada, mujer de mal fin.
-Suéltame, tú eres un buen hombre, te conozco -le contesta la hembra.
–Ni madres, –sentencia él –de aquí no te vas.
La noche es una mar tranquila sólo interrumpida por los sollozos de Tina. En un último intento le ofrece a su captor: -Si me sueltas, te voy a regalar torta mantecada, marquezote, pan bollo, chocolate del que hace tu compadre Hui, todo para que desayunes sabroso con tu familia. Le tocó el alma, goloso y querendón como era, el hombre preguntó:
-Y cómo sé que me vas a cumplir.
Tina pepenó la oportunidad al vuelo.
-Ahorita mismo te lo muestro.
-A ver.
-Aquí tienes.
Uniendo la palabra a la acción, Tina parpadeó un par de veces y entre los dos apareció un canasto ancho conteniendo en su interior todas las bondades ofrecidas.
-¿Ya ves? –dijo orgullosa –es tu turno, ahora te toca dejarme ir.
Nomás se rascaba Víctor la cabeza. Luego de un par de minutos resolvió.
-Está bien, te voy a soltar, pero nada de andar otra vez por aquí asustando a la gente. Ah, y lo de la tarde, vamos a ver si me doy una vuelta por tu casa.
Dicho y hecho. Desató las amarraduras, le dio un par de nalgadas, después de pellizcarle las chiches la dejó ir. Apenas se sintió libre la morena, volvió a su forma de animal. En medio de una breve polvareda desapareció por el callejón.
Comentan algunos vecinos curiosos, de esos que no faltan nunca, que la marrana no emprendió la huida hacia su casa, no. Aseguran que se dirigió con rumbo al centro. Otros más, como el maestro Diego, afirman haberla visto saltarse las trancas en casa del fuereño Manuel.
-Clarito vi como se metía entre las patas de la marrana del señor –asegura, y ha de ser cierto, pues es vecino del rumbo. Por eso, el día en que el viejo pretendió sacrificar a la puerca y salió a ofrecer la carne próxima a destazar, nadie quiso hacer su apartado. Cómo crees, le dijeron, de dónde, ya parece que voy a comprar carne del demonio, no señor. Compungido, Manuel no tuvo otro remedio que dejarla libre.
El chisme después fue que el animal anduvo echando sustos por Cheguigo. Dicen que se escondía en alguna parte, cerca de la casa de un tipo al que le dicen La Garnacha. Por ahí se escuchaban los ladridos, las mentadas de madre, el gemidero.
De Víctor Terán menciona el vecindario que, al salir el sol, las delicias se le convirtieron en ladrillos y piedras. Agarró el trago desde entonces. Por otra parte, y hasta el día de hoy, cuando comienza a anochecer y se retiran los últimos clientes de la cantina, el loro de Chanoc grita regocijado ¡nahual! ¡nahual!