(Recuperado -ahora sí- de ciertos males, me puse mi escafandra y me hundí en el mar de papeles que viven en mi casa juchiteca. Comencé a tirar varios kilos de material inflamable cuando me encontré con el textito que sigue, decidí que podría ver la luz púbica, justo ahora que el calor de los alcoholes primaverales inundan el al(r)ma juchiteca. Vale.)
Si andado el cuarto siglo de nuestra era, Vatsyayana con su Kama Sutra se sumergía en las inmensidades del misticismo, de la religión, para luego salir con hermosísimos peces en las manos, con sugerencias y caminos para acercarse a las delectuosidades del sexo; un poco más de mil años más tarde, Kalyana se sienta plácidamente para asomarse a la poesía y a partir de ahí instruir a los amantes sobre los secretos para un pleno goce sexual.
Los placeres -decía Vatsyayana- son tan necesarios para el bienestar del cuerpo como lo son los alimentos, y por lo tanto, igualmente obligados. A su vez, Kalyana Malla nos aconseja que “En tiempos de luna llena, el yonide la mujer debe ser manipulado y abierto como una flor”. Cuántos hombres, cuántas mujeres, con independencia –corrijo- desde su muy particular preferencia sexual, han recorrido estos senderos que la tradición tántrica heredó al mundo occidental y que sin duda Octavio Paz reflejara en diversos pasajes de su Piedra de Sol. Cuántos escritores o escritoras sorbieron felizmente los altos jugos de esta herencia antes de sentarse a crear sus propias líneas llenas de sudor amatorio, de las curvas del deseo; cuántos más se sentaron para beber el “áspero vino que se reservan para el placer los bravos”, cantado por Kavafis y recordado después por el mexicano Jorge Arturo Ojeda en su colección de cuentos El vino de los bravos.
La historia literaria registra que el explorador inglés sir Richard Burton, trajo a Occidente a mediados del siglo XIX los tres libros que compendian la sabiduría erótica de la India: el kama Sutra, El jardín perfumado, y el Ananga Ranga; sus traducciones fueron publicadas alrededor del año 1887. Probablemente el tono de estos libros hayan causado cierto escándalo al aparecer en plena Época victoriana; aunque quizás no tanto como el originado por las acciones de Jack el Destripador, que en 1888 asesinó y mutiló a varias prostitutas por las calles de Londres.
140 años atrás, en 1749, John Cleland había puesto en circulación sus Memorias de una cortesana, que “representa indudablemente un valor histórico, y da un cuadro viviente, aunque probablemente algo subido de color, de ciertos aspectos de la vida inglesa contemporánea”, según se refiere en una edición antigua de este libro que luego fue conocido ampliamente como Fanny Hill. En esa introducción también se señala que “Fanny Hill se habría horrorizado ante Lady Chatterley… se hubiera quejado de que el sermón de Lawrence sobre las delicias del amor sexual tuviera un sonido algo inconformista; pero la rudeza y aspereza del diálogo le habrían parecido indeciblemente ofensivas”. Y en esa aseveración va implícita la presunta comparación del tratamiento del asunto erótico entre ambas obras. Aunque El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence fue publicado casi dos siglos después, en 1928, y estuvo prohibida tanto en Inglaterra como Estados Unidos por cerca de 30 años.
Cuando habían pasado veintidós años de la primera edición de El amante…, hizo su aparición otro clásico de la literatura erótica: Lolita, de Vladimir Nabokov. Un juego amoroso, sensual, donde el seductor es finalmente seducido y a lo largo de la novela corre –diríamos que literalmente- tras del sujeto de su deseo, y en ese sentido nos recuerda la dolorosa búsqueda del personaje masculino principal (Fernando Rey) retratado en Ese oscuro objeto del deseo, el magnífico film de Luis Buñuel, estrenado en 1977. Vendrían también los “trópicos”, de Henry Miller.
Hacia la segunda mitad del siglo pasado vieron la luz pública diversos libros, novelas y cuentos, que abordaron y bordaron con diversa fortuna los avatares de la prosa erótica; de ellos podemos recordar a vuela tecla y en el concierto mundial: Pájaros de fuego, de Anaïs Nin; La liberación de la bella durmiente, de Anne Rice; El amante, de Marguerite Duras. En el plano nacional destacan las aportaciones sobre todo de Juan García Ponce.
¿Y qué ocurre en las letras oaxaqueñas? Bastante poco. Tal vez algún cuento de Gerardo de la Torre, los buenos asomos de Manuel Manzo al tema del muy zapoteco taganero, el Diccionario y los poemas y cuentos eróticos de Macario Matus, o algunos textos de Víctor Terán en Ti gunaa qui runa (Una mujer necia, 2008).
Lo demás es silencio.
P.d.: olvidaba –por un descuido lamentable- mencionar que Guillermo Petrikowsky, istmeño, avecindado quién sabe dónde por ahora, ha escrito no pocos poemas en esta línea de que hablamos