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Cien años de luz y sombra

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El olmo centenario en la colina…
Antonio Machado
A la memoria de Chiquis, el irreverente.

Que no solo luces, también sombras veo en el camino, dijo algún poeta del siglo de oro español, de esa generación tan bien querida por Andrés Henestrosa, de quienes bebió incansablemente para después rezumar lo amorosa y bizarramente aprendido por las calles del viejo centro de la ciudad de México, caminos que lo vieron ir y venir para luego ascender los escalones que lo conducían a su estudio en Motolinía.

No recuerda la flaca memoria en donde le vimos por primera vez, quizá haya sido en los corredores de aquella Casa de la Cultura del Istmo inaugurada hace más de treinta años, que luego cambiara su razón por el de Lidxi Guendabiaani’, de Juchitán, pues ya los tehuanos tenían la suya propia.

 Lo que sí nos viene a la cabeza son las cuatro o cinco ocasiones en que le escuchamos discurrir por las callejuelas de sus recordaciones, por los extravíos de sus viajes alrededor del mundo… o los no menores extravíos de sus andanzas políticas que le llevaron a decir en 1988 que si Juárez e Hidalgo vivieran serían priístas. 

 Un año más tarde fue invitado a los festejos del Centenario de Juchitán, pero declinó el convite aduciendo una razón de extraordinario peso: Son tiempos difíciles en la Cámara, dijo, un voto cuenta mucho, no puedo ausentarme. Fue por esa época, en el Senado, que le dio una bárbara lección a un mozalbete apellidado Murat, su suplente en la curul.

 Un testigo relata el encuentro con Henestrosa en los pasillos del recinto legislativo: Se hallaban de pie Murat y Andrés, saludé a ambos y al preguntarle al descendiente de turcos qué hacía por esos rumbos, contestó groseramente –aquí, esperando a que se vaya el viejo, para ocupar su lugar. El ixhuateco le reviró con sabiduría no exenta de inmodestia: Podrás ocupar la curul, pero mi lugar, jamás.

 Con la barbilla levantada, sostenida frecuentemente por el pulgar y el índice derecho, Andrés se regodeaba en la plática para delicia de los oyentes que seguían con detenimiento los detalles y picardías, su humorosa referencia a los amores viejos. De tanto en tanto levantaba su copa de vino tinto para mojar generosamente sus labios. A una hermosa señora juchiteca, amiga suya, le pidió en una ocasión, “cuándo me organizas otra reunión como la de aquella vez, así, de puras mujeres, para sentirme feliz”, y sonreía como el niño que acaba de cometer una travesura.

  Manuel Matus, paisano suyo, desmenuza sabrosamente una anécdota de taganeros en donde el personaje nocturno de las manos ágiles es precisamente el hijo de Martina Man, a quien un día confesó: -Madre, ¿recuerdas aquella noche en que llegué agitado a casa?- y la mujer respondió –Sí, por supuesto, fue esa vez que venías de hacer daño en la casa de fulano de tal, lo supe a la mañana siguiente, pero callé para protegerte del marido enfurecido.

 No solo luces, pero Andrés, que ahora cumple cien años de vida, ha sido sobre todo luminosidad, con el brillo de su frente amplia para escribir los relatos contenidos en Los hombres que dispersó la danza, y la filigrana de orfebre zapoteca utilizada en Retrato de mi madre, uno de varios textos escritos en forma de carta, lo que llevó al irreverente Macario Matus a decir: “¿Cartas? cualquiera; dinero es lo que debería enviar a su madre el ingrato”.

 En un artículo publicado hace muchos ayeres confesaba: Durante mucho tiempo sostuve, en México, que era de Juchitán, porque Ixhuatán era un pueblo desconocido. Por eso después reivindicaba sus dos sangres, la huave y la zapoteca, aunque fuera esta última la que hablaba, junto al español. 

 A propósito de las lenguas y de la maledicencia, Octavio Paz, en El arco y la lira, haciendo algunas remembranzas escribió: por aquel tiempo llegó a la capital un joven de origen zapoteca con el cuento de que no sabía hablar español. Alguien más se preguntaba cómo podía no hablar la lengua de Castilla, si había cursado ya la educación primaria en Juchitán.

 He querido, en la cortedad de estas líneas, rememorar anécdotas que dejen una pequeña huella del joven Andrés, a quien admiré desde que leí los primeros párrafos de las leyendas zapotecas, donde se hilaban palabras en una usanza fina, de vieja elegancia, y el pensamiento indio se trasvasaba en lenguaje ibérico, que monta tanto el uno como el otro, como suele expresar el propio maestro Henestrosa.

 Acaso esté impregnado este pergeño por la impronta de mi ironía, el sarcasmo con que salpico  mi quehacer literario; por eso tal vez no he logrado mostrar las grandes luces de Andrés; por eso, tal vez, termino con una referencia al bienquerido Chiquis Musalem, maestro él del sarcasmo. 

 En cierta ocasión conversábamos de literatura, es probable que ambos tuviéramos una cerveza bien fría en la mano; traje a colación un pasaje del Retrato de mi madre (ya se dijo que era de la autoría del ixhuateco), recité entonces lo escrito por Henestrosa: “por aquel tiempo me ganaba la vida domando potros salvajes en Juchitán”. El hombrón me respondió de inmediato: Mentiroso Andrés, empanadas vendía en la estación del tren.

 

Senado de la república