
Manuel el fuereño le llamaban a este señor. Era un hombre bastante trabajador; por la mañana lo podías ver zurciendo los pocos zapatos que por entonces se usaban en el pueblo. Ah, qué fina era su labor, hacía de esas puntadas que les llamaban invisibles; el calzado quedaba como nuevo después que era atendido por las manos del fuereño. Al atardecer podías darte cuenta de que ya había comenzado a trabajar de nuevo pues por toda la ciudad se dejaban escuchar los gritos desamparados de marranos y marranas que eran curados por el hombre. Sí, así es; capaba cerdos y a las hembras les quitaba la matriz para que ya no se cargaran, así podían cebarse unos animalones que eran la delicia en la mesa: costilla o tasajo horneado en rústico plato de barro, con dos chiles jalapeños al lado; guisado de puerco en salsa roja, espesa; o, ya de perdida, puerco en salsa de miltomate. Ahí también se podía ver la maestría de este personaje, alto, fornido, de cabello claro, como claro era también el color de su piel. Si el tiempo le alcanzaba, si tenías paciencia para esperar turno, también podía aplicarte inyecciones. Si te digo que era trabajador. Cuando le conocí ya estaba algo viejón, tal vez de sesenta años de edad.