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Thu, Apr

El río de Tehuantepec, en la historia de las inundaciones

Istmo
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El río de Tehuantepec, también Río Grande, es ciertamente muy extenso, y traduce por así decirlo, el carácter de sus habitantes.

A veces desata su furia, y frecuentemente reparte sus bondades. La vida de los ríos se parece, en efecto, a la de los individuos y a la de los pueblos. Por eso el destino de Tehuantepec estuvo en todo momento ligado de una manera tan íntima, con el carácter caprichoso es un río. Turbulento sus aguas torrenciales y lodosas se llenan de Furia en época de creciente, y puede entonces anunciar días de desgracia. Se torna en cambio, tranquilo, en los meses de otoño e invierno, época en que sus cristalinas aguas se deslizan suavemente sobre las Arenas blancas de su lecho. Entonces sus habitantes suelen manifestarse apacibles y felices. En su curso algunos encontraron honduras y superficialidades, otros brevedad o largueza, y algunos más, recto vivir o quebradizo curso.

Ve su nacimiento este hermoso y legendario río en la región central del Estado, de en las vertientes meridionales del Zempoaltépetl, precisamente en el distrito de Tlacolula, entre la Cordillera centro y sur, muy cerca de la Zona Arqueológica de Mitla. Después de recorrer muchos kilómetros por entreverdes cañadas, macizos montañosos y por dilatada planicie va aumentando paulatinamente el volumen de sus aguas con los afluentes que en el camino recibe, entre los que destaca importante el río de Tequisistlán, a la altura del pueblo de este nombre, con el de Jalapa del Marqués; de tal modo que cuando tenga cuando llega a Tehuantepec, su caudal, ya considerable, asume las características de un verdadero río, y es hasta entonces cuando, libre de obstáculos, se desliza tranquilo por prolongado valle hasta su desembocadura al mar, perdiéndose sus aguas en espaciosa barra en el océano Pacífico, en las arenosas tierras de la bahía natural de la Ventosa, muy próxima al puerto de Salina Cruz.
El río de cauce llano y pedregoso a la vez, por el que se deslizan las aguas con algunas turbulencias debida a los numerosos obstáculos que encuentra en su camino. En su largo trayecto, desde la sierra al mar, ha venido o en tortuoso descenso humedeciendo con sus fecundas aguas numerosas tierras de labor para hacerlas más fértiles a los cultivos.
En el año 1886 Tehuantepec experimentaba su segunda importante inundación, que aún se comenta, de los terribles daños ocasionados. Las aguas llegaron a marcar en el interior de la iglesia de Laborío, una altura de media vara sobre el nivel del pavimento. En esta ocasión, el río arrastraba el antiguo doble puente de madera del ferrocarril, que unía los barrios de Jalisco de este lado y Santa Cruz , de la rivera opuesta en el interior de la iglesia de Laborío y a mano izquierda, puede leerse sobre una placa de mármol, adherida al muro del templo, la siguiente inscripción:
“A media vara del pavimento de este templo de Santa María de Laborío, encontraron nivel las aguas del río, la infausta noche del 19 de septiembre del año 1886. Los señores Echeverría, hermanos colocan esta lápida para perpetua memoria de las generaciones venideras. Tehuantepec, septiembre de 1887. Javier Echeverría, Presidente Municipal”.
El gobernador del Estado había venido a Tehuantepec y se encontraba en Santa María Reoloteca, sabiéndolo el presidente municipal Don Javier Echeverría, aprovechó los servicios de dos expertos nadadores que se habían ofrecido en calidad de espontáneos, eran ellos Eugenio Espinosa y Benjamín Orozco, quienes arriesgando sus vidas, atravesaron las agitadas aguas del río, que estaba crecidísimo, a las nueve en punto de la noche; la oscuridad era tan densa como la boca de un lobo, y tras de valerosos esfuerzos, y valiéndose como trampolín de la Colina del Chicuindi, fatigados alcanzaron la orilla opuesta, a la altura de la iglesia de Santa Cruz. Una vez que hicieron entrega de la comunicación que llevaban al gobernador, misma que traían celosamente guardada en el interior de una botella perfectamente lacrada y ceñida al cuello, se disponían al regreso pero tal vez por temor del segundo sólo Eugenio se arriesgó llevando ahora la contestación, se arrojó al río a la altura de un lugar denominado “la bomba”, para salir de este lado al nivel del poblado de San Blas Atempa.
No podemos comprender cómo Don Javier Echeverría que había dado tantas y numerosas pruebas de ser hombre progresista, pero sobre todo de buen corazón, recompensaba esta admirable y aún heroica hazaña, obsequiando al nadador la ridícula suma de $2.
10 años después, en el año de 1896, otra catástrofe se abate sobre Tehuantepec, está bien cierto, de proporciones menores que el anterior.
En el año 1925 llueve copiosamente durante los últimos diez días del mes de mayo y en los primeros del siguiente junio, la nueva tormenta un día profundamente sus agudas garras, y de nueva vez sobre el desventurado pueblo.

 

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