
Enjuto, vestido con su piel morena, con unas cuantas canas brillando entre su rizada pelambre, Dionisio exhibió una fresca sonrisa cuando Macario Matus nos presentó, treinta y dos años atrás, apenas terminando una sesión del taller de poesía (así se llamaba) que habíamos tenido por dos horas una tarde veraniega, alrededor de una mesa, frente al espacio que entonces ocupaba la dirección de aquella Casa de cultura que vivió sus mejores años precisamente de la mano del buen Macario (Mezcalario, le llamaría Ulises Torrentera).